La Peña: un homenaje a los padres
Sólo en el final de su vida le vi caer una lágrima. Nunca antes lo vi llorar, al menos delante de sus hijos. Llorar en ese tiempo podía desnudar debilidades y las emociones se guardaban. Otras épocas.
También en el ocaso de su vida conoció una clínica. Ahí lo vi flaquear, como intuyendo que hay cosas que los hombres no pueden resolver sólo con valentía.
Pero cada día del padre el festejo era más un homenaje al trabajador que estaba dentro de él. El padre era sinónimo de trabajo. Y hasta se encargaba él mismo de preparar la comida en su día.
Las manos de él eran una piedra. Tal cual. Una piedra por tantas heridas, tantas curas caseras, lastimados reiterados. Porque los trabajos rudos dejan huellas. Hachar, arreglar bicicletas, reparar autos, soldar, todo deja marcas en la piel.
Y esas marcas las llevó con él por siempre.
En los pocos ratos libres aprendió a tocar la guitarra y a cantar. Lo hacía bastante bien, amaba los valses y se emocionaba con “Puentecito de mi río” porque le recordaba a su madre. Era el del vino con soda.
Ese era mi padre, pero podría ser cualquiera de los que crecieron a la par de las tareas. De aquellos que los golpes no los dejan fuera de juego. De esos que son capaces una y otra vez de volver a empezar hasta que se les va la vida.
Fue parte de aquellos a los que nada les daba miedo porque habían pasado por todo. Cuando la vida impone condiciones severas la gente se hace dura, muy dura.
No hay modelo de padre, hay ejercicio de padre, en las conductas, en los ejemplos, en las huellas que quedan imborrables. También en los defectos que duelen.
Ser padre es tarea de principio a fin, aunque en el final de la vida los roles parecen invertirse.
Por los padres del trabajo, de las huellas, los profesionales, los que enseñan, los que son necesarios, el brindis de rigor, pero por sobre todo el recuerdo intacto para los que no están pero dejaron sus marcas.
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