Ser mujer en el Norte Neuquino del 1900: coraje, tradiciones y saberes que perduran en el tiempo
“La mujer era partera, rezadora, tejedora, alfarera, amasadora, componedora de huesos, cantora, santiguadora, curandera, madre, esposa y conducía a la familia”, enumeran. No es que esa región se haya quedado en el tiempo, sino que esa actitud ante la vida aún corre por las venas de muchas, que siguen arremangándose para lo que haga falta.
“Y allá arriba, con su cabello trenzado, la chalina de colores sobre sus hombros cansados… allá iba y el viento la acompañaba”, dicen algunos versos del libro “Aromas, sabores y saberes vivenciales del Norte Neuquino”. La obra no fue dedicada exclusivamente a las mujeres del lugar, pero vaya casualidad, la mayoría de sus entrevistadas lo son. Cuentan en primera persona cómo era vivir sus días en el interior profundo del Departamento Minas, detrás de la Cordillera del Viento, en el límite con Mendoza y Chile.
Atrás en el tiempo, cuando los pueblitos recién se formaban, ni se imaginaban que existiría un 8M o el Mes de la Mujer. Pero ya sabían bien lo que era ponerse al hombro la vida propia y la de sus polluelos. Lo aprendieron de quienes las precedieron en el tiempo, junto al fogón, con los pies en la nieve o entrecerrando los ojos contra el viento, durante un arreo de chivas.
Hogar
“Como el hombre pasaba mucho tiempo fuera de la casa, por la actividad que hacía, la mujer criaba a los hijos y realizaba las tareas domésticas”, explican las investigadoras del grupo “Promotores Culturales del Norte Neuquino”.
Amanecían calentando agua sobre el fuego, debajo de un agujero en el techo de carrizo, para que saliera el humo, rodeadas por paredes de adobe (muchas conocieron la cocina a leña ya de grandes). Utilizaban el trigo, tanto hervido como tostado, de donde proviene el ñaco, tanto para el desayuno, la merienda o los almuerzos. Compartían tortas al rescoldo, pucheros y a la noche se quedaban junto al fuego, tejiendo. Muchos hijos se acurrucaron bajo las mismas frazadas que sus mamás les hacían.
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La lana era hilada, lavada y teñida por ellas, con radal, nogal, huilmo, quila, cáscara de cebolla u hollín. Tomaba color gracias al remojo en piedra de alumbre o “mordiente” (sal mineral, de potasio, ya usada desde la antigüedad). El agua de lluvia o vertiente, para hervirla, era primordial: hoy saben que el cloro oscurece las madejas. Y como los tonos dependían de la naturaleza, en invierno conseguían los oscuros; en primavera, los claros.
Vestían con pollera larga, pantalón debajo, pañuelo en la cabeza y “chalas” (envolvían los pies con trapos, arriba de las medias, y rodeaban la suela de cuero con tientos del mismo material, todo bien atado. “Era el calzado más seguro para salir”, afirman.
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Lejos de un almacén, todo lo cultivaban, lo aprovechaban de los animales (huevos, leche, huesos, fiambres) o lo traían desde otras zonas, incluido Chile, gracias al trueque. La grasa también les servía para alumbrarse en las noches, cubriendo una hebra de hilo o tela angosta, que luego encendían en un plato (candil). Fabricaban sus propias ollas de «greda» (arcilla) y los utensilios.
Y lavar era tarea compleja (como si las anteriores no lo fueran). Fabricaban panes de jabón de lejía, que resultaba de quemar cenizas de huingán (árbol o arbusto), que luego hervían y mezclaban con chicharrones de grasa. Se formaba una sustancia espesa, que se dejaba enfriar en una bandeja y luego se cortaba en rectángulos. Refregaban en fuentones de lata o sobre las piedras, junto a un arroyo. El “piche” (arbusto) agregado al agua del lavado ayudaba para blanquear.
Ante una enfermedad, se las ingeniaban con yuyos de la zona. Y no faltaba la que supiera interpretar los “humores” (muestras de orina), observándolos al sol. Con el tiempo y el avance del sistema de salud, fueron las enfermeras de los puestos sanitarios las que salieron a recorrer los parajes, aunque lloviera o nevara.
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Casamientos
Una de las entrevistadas del libro cuenta su experiencia. Eloísa se casó en Andacollo, a donde llegó a caballo. Su novio había ido a pedir su mano pero no se acuerda, “porque él lo hizo todo con mi papá. Después me enteré yo”, reconoce. “Nosotros ya habíamos hablado de que nos íbamos a casar, anduvimos tres meses de novios, comunicándonos por carta.
“¡Y nada de comer en verde, eh!, hasta que nos casemos. Él era zorro corrido, pero yo no, él tenía 28 años y yo 18”,
relata.
Maternidad y crianza
Decir que las familias eran numerosas, de 8 a 15 hijos y más también, era reconocer que la mujer se veía expuesta a embarazos consecutivos, que desgastaban su salud. Pero que la llevaban a acumular experiencia en cómo ingeniárselas para dar a luz, muchas veces sola. “Cuando me sentía mal me tenía que preparar, sabía qué tenía que hacer”, dice Ismaela, de Huinganco.
Las casas eran construidas con una viga en el techo, desde donde colgaban un lazo antes del parto. La mujer se agarraba de allí para pujar, en cuclillas, sobre un cuero de chivo sobado y preparado especialmente. Una vez nacida la criatura, le cortaban el ombligo con tijera, se lo amarraban con un hilo y lo cubrían con un trapito limpio. El bebé era envuelto en una manta doble, fajado de los hombros a los pies, “para que creciera derecho”. Los pañales eran trapos, extraídos de la parte de atrás de las camisas del varón cuando ya no se usaban o de las orillas de las sábanas.
“Después de que tuve mi cuarto hijo a los 25 años, que sufrí tanto, le dije a mi viejo: “No, yo no quiero un hijo más porque si me salvé de ésta, de otra no me salvo. Él lo entendió, fue al médico y empezó a usar ponchitos (preservativos)”, recuerda Eloína, de Huinganco.
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La Fe y las Cantoras
Las fiestas religiosas reflotaban tradiciones heredadas de las madres y abuelas: rezar la novena y el rosario, ir a las misas y peregrinaciones. Hasta las velas hacían de forma casera. Una de las celebraciones era la Fiesta de la Virgen de Lourdes, que aún se cumple cada 11 de febrero, en la Capilla de Ahilinco, al norte de Varvarco.
“Las cantoras venían a fiestas como las novenas de San Antonio y la de San Juan”, relata Ninfa, de Vilu Mallín. “Cantaban cuando querían”, agrega, dando a entender que ellas tenían libertades en público que otras mujeres no, por su rol social. Las demás debían seguir a su padre o esposo a la hora de divertirse. Estas guitarreras esperaban a los recién casados para entonar los parabienes. También acompañaban el compartir en la trilla y los velorios.
Entre los dolientes, eran las mujeres las que conocían las costumbres para despedir al fallecido, como la colocación de un cordón desde la cintura a las manos, acompañado con rezos, y el uso de una mortaja (túnica), con la que lo vestían para que descanse en el féretro.
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Educación
“Mi papá era un hombre bien estudiado, pero era de la costumbre de antes, que no nos enseñaba a leer para que no anduviéramos con cartas; nos poníamos mal, llorábamos porque queríamos aprender, no había escuela”, se lamentaba Mercedes, de Huinganco. Sumado a los prejuicios, era real el impacto de las distancias, el clima riguroso y la falta de colegios. Muchas niñas y niños apenas sabían leer y escribir porque la familia priorizaba ayudar en la cría de animales o las labores del hogar. Con el tiempo eso también fue cambiando.
“Tal vez las generaciones siguientes investiguen sobre esta experiencia y nos volvamos a encontrar en el presente, que mira al pasado y se proyecta al futuro”,
expresó Alba Challú, en el cierre del libro.
Lejos de renegar de esa vida dura, junto a sus compañeras de «Promotores» intentaron incentivar «el aprecio por el pasado histórico y valorar la vigencia de las tradiciones que hacen a nuestra identidad cultural”. “Mantener viva nuestra historia es la intención”, concluyeron. Completaron el equipo para publicar el material en 2020: Gisela Lezcano, Martha Albornoz, Liliana Iraira Cárcamo y Natalia Boselli. Las apoyaron desde el CFP N°18 de Huinganco, la Universidad Nacional del Comahue, la OPRI, el Ministerio de Ciudadanía y la Biblioteca Popular «La Corona».
En abril tienen previsto publicar el Recetario de la Cocina Territorial, que ya fue declarado de Interés Cultural en esa región.
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