La historia por dentro: los cipreses milenarios de Huinganco y el museo que los preserva
No se trata sólo de un sitio turístico, donde conseguir un souvenir, sino de un espacio que logró valorar lo que pocos conocían.
Ni la tala para leña, para la actividad minera o el armado de columnas y alambrados, lograron barrer con su presencia, allí donde las condiciones no eran las mejores. A pesar de la adversidad, ellos subsistieron, implacables, hasta que alguien se dio cuenta de la importancia que tenían y que debían preservarlos. Hoy el registro de sus orígenes descansa bajo techo en el “Museo del Árbol y la Madera”, en Huinganco, mientras la esencia bajo su corteza todavía ofrece datos acerca de lo que vieron sus ramas en otro milenio.
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Hablamos de las rodajas de cipreses, entre otras especies, que esa localidad del norte neuquino atesora junto al Vivero Provincial, entre sobadoras de cuero usadas por antiguos pueblos y hasta caracoles petrificados. El espacio fue creado en 1993, tras la puesta en valor de un “relicto” (zona acotada) de esos árboles, que sobrevivió entre Huingan-Có, Charra Ruca, Rahueco, La Primavera y El Cudío, a pesar del clima y suelo hostil.
Los estudios al respecto ya venían, eso sí, desde la década del ‘70, cuando “por referencias casuales de técnicos de la estación de Agricultura de Chos Malal, los investigadores que iban rumbo a la zona de Aluminé, se enteraron de la posible existencia de ciprés (Austrocedrus chilensis) en cañadas cercanas a Huingan-Có.
«Aunque consideraron imposible o raro encontrar este árbol en estas latitudes, ya que no había antecedentes, decidieron investigar y se llevaron la gran sorpresa”,
relató Isidro Belver en uno de sus trabajos, hoy disponible en Neuteca, su archivo virtual.
Este reconocido investigador se define, justamente, como jubilado forestal del Ministerio de Producción, y el equipo del Museo lo destaca como el impulsor de la preservación de estos cipreses milenarios.
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El aspecto de estas reliquias, eran, sin embargo, ralo “por la acción predadora del hombre”. Aún así, los académicos que los estudiaron, lograron establecer que eran los más antiguos ejemplares vivos conocidos (con más de 1200 años), los que se encontraban más al norte en territorio argentino y a mayor altura (1700 m.) y los que habían penetrado más al Este. Esas características hicieron necesaria la creación de la única Área Natural Protegida de la especie, el “Monumento Natural Provincial Cañada Molina” (Dto.2356/93) en honor, paradójicamente a Manuel Molina, un poblador que con sus tropas de mulas, de hasta doce cargas, repletas de leña de ciprés, abastecía a los vecinos. “Acciones desastrosas”, definió el propio Belver, pero que buscaron quizás ser redimidas, ahora que la toma de conciencia y la decisión política les permitía cuidar esa riqueza.
“En la región Alto Valle no es común conseguir la madera de ciprés. Pero en Chile se usa mucho. Es semi dura y de calidad, buena para carpintería, ebanistería y luthería. Se elige para hacer guitarras criollas, por ejemplo”, explicó Andres Stefani, uno de los integrantes de Mataco, proyecto dedicado al rubro en General Roca. Hace poco también visitaron el Museo en Huinganco los integrantes de “Casa Puente”, una iniciativa “nómade” en la que Sergio, Romina y Perseo se mueven a bordo de un camión, “escuchando y compartiendo historias que hablen de identidad y sentido de pertenencia”. A través de su contenido en redes, compartieron cómo gracias al estudio de los anillos presentes en cada tronco, se pudo calcular la antigüedad y las condiciones en que vivió. Sobre uno de ellos, por ejemplo, se registró su nacimiento en el año 800 A.C., en la Cordillera del Viento, arroyo Rahueco, y a partir de allí, se fue marcando el avance de los años, usando esas areolas como línea del tiempo, en las que se pudo estimar lo que pasaba en el mundo mientras este ciprés crecía, como la llegada de los españoles a América, en 1492 y la Independencia Argentina en 1816.
La rodaja mostraba cómo cada línea se había ido replegando sobre sí misma y sobre las demás, como las pequeñas olas de una laguna que toma forma al golpear contra una piedra o contra la ribera. Estos árboles tampoco estaban erguidos, sino que eran más bien bajos y retorcidos, por haberse adaptado a las inclemencias del tiempo y al terreno. Y el color de su madera daba cuenta aún de las temporadas de sequía y humedad que habían atravesado. “Los árboles llevan su historia adentro”, les dijeron en el Museo y es cierto, eran mucho más que bosquecitos perdidos en medio del campo.
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