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Neuquén en la Prehistoria: la vida cotidiana reconstruida por los arqueólogos

Los objetos recuperados siguen hablando de su origen, miles de años después. La esencia de esos pueblos perdura hasta hoy, en la trashumancia, la cosecha de los piñones, los tejidos y la cerámica, entre otras costumbres.

Cueva cerca de Loncopué - Foto: Gentileza Dirección Provincial de Patrimonio Cultural.

Desde la llegada a América de los hombres y mujeres que se animaron a cruzar el Estrecho de Bering, en Alaska, pasaron más de 25 mil años. Corría la etapa final de las glaciaciones y la hazaña fue posible porque el nivel del mar había descendido, dejando al descubierto extensas zonas de fondo oceánico.

Provenientes del nordeste de Asia, estos cazadores y recolectores avanzaron en oleadas sucesivas a través de una amplia llanura que les sirvió de alimento a mamuts, bisontes y otras presas, provenientes de Siberia. Otros miles de años después, los descendientes de aquellos grupos se fueron instalando en la Patagonia, para poblarla y arraigarse en ella. 

La escena prehistórica que soñó y llevó a la pantalla más de un director de cine, está descripta formalmente en el libro “Los hijos de la Tierra”, pensado y desarrollado por investigadoras de la Universidad Nacional del Comahue en 1998: Gladys Varela, Luz María Font, Estela Cúneo y Carla Manara. Una de las cientos de joyas académicas que se elaboraron y se siguen preparando en torno a nuestra región, reconstruyendo los años de vida humana, en tiempos previos a cualquier documento escrito. Es fascinante dimensionar cómo pueden seguir hablando hasta las piedras, inertes, cuando se las mira con el lente indicado. Si nos admiramos de los pioneros que hicieron fértil el Alto Valle, cómo no reconocer la sabiduría que construyeron estos habitantes todavía más antiguos, cuya esencia perdura hasta hoy. 

Entre los asentamientos más antiguos en la Patagonia, de este lado de la cordillera, se destaca el sitio de Los Toldos, en Santa Cruz, «fechado en doce mil seiscientos años». Y Neuquén aparece con vestigios un poco después, hace unos 10 mil. Convergieron allí corrientes de población llegadas desde más al Sur y a su vez, desde Cuyo, tierras pampeanas y Chile. 

Y acá es donde ya se ve la sabiduría que construyeron a prueba y error, de observar cómo funcionaba el viento, el cielo, el agua, con paciencia y constancia, hasta que lograron adaptarse al terreno. De eso dependía nada menos que la supervivencia. Se sabe que “en los primeros momentos la población instaló sus campamentos en el ecotono, es decir en el área de transición entre el bosque cordillerano y las estepas patagónicas. Seguramente desde allí debieron realizar incursiones hacia los bosques, lugares propicios para la caza y la recolección de frutos”, contaron Varela y Font en el capítulo a su cargo. 

Foto:  Dirección Provincial de Patrimonio Cultural. 

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Gracias a la interpretación de las estaciones, esas “familias” originarias habían aprendido que podían recorrer y permanecer en esa zona “durante todo el verano y gran parte del otoño”, hasta que “las primeras nevadas indicaban el momento del repliegue hacia tierras más bajas, seguramente siguiendo el itinerario de los cursos fluviales”. Una veranada e invernada, con diferencia de milenios. “Las estepas aparentemente inhóspitas brindaban, sin embargo, variados recursos que aseguraban la vida de aquellas pequeñas comunidades”, agregaron la licenciada y su compañera profesora. 

Canteras, apostaderos y fogones


Yendo un poco más profundo en lo que refiere a la vida cotidiana de aquellos primeros pobladores, otra publicación, de 1992, hizo docencia sobre el papel de la arqueología y lo que esta puede explicar. Allí Varela, Manara y Cúneo también integraron el equipo junto a otras colegas, coordinadas por Susana Bandieri, Orietta Favaro y Marta Morinelli, de nuevo, desde la UNCO. 

Trajeron al presente datos sobre la dieta, espacios y rutinas de esos grupos humanos, que con el tiempo pudieron encontrar similitudes con la cultura tehuelche. Todo quedó registrado en muestras sepultadas en distintos niveles del suelo, cuanto más profundo, más antiguo. Cada capa tiene “diferentes características de color, textura, humedad, composición. No todas contienen materiales culturales, es decir, que no siempre un sitio fue habitado ininterrumpidamente a través de los siglos”, explicaron Cúneo y Susana Rodriguez. 

Sobadores – Foto: Museo Gregorio Álvarez en Facebook.

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Como dijimos al comienzo, cada elemento encontrado habla de su origen, si se lo sabe mirar. Así se supo que repartían su rutina entre las “canteras” de donde sacaban la piedra de sus utensilios y los “talleres” donde la trabajaban. Observaban la zona de caza desde apostaderos, protegidos del viento, y en puntos específicos carneaban a los animales , ya que tampoco los trasladaban enteros al campamento. Hasta allí acarreaban leña para los fogones, con los que se calentaban y preparaban alimentos. También tenían prácticas ceremoniales y enterraban a sus muertos

Con piedra confeccionaron puntas y cuchillos para cortar cuero y carne; raspadores, con los que trabajaban el interior de los cueros, quitando adherencias carnosas y partes grasas; molinos (morteros) que junto a las “manos de moler” (piedras cilíndricas) servían para frotar y oprimir las semillas hasta reducirlas a pasta o polvo. También se las habían ingeniado con boleadoras de una o varias piedras (para herir a distancia o enlazar las patas de un animal, respectivamente); además de sobadores, rocas porosas de origen volcánico con las que ablandaban y depilaban el cuero. 

Manos de moler, de distintas formas – Foto: Museo Gregorio Álvarez en Facebook.

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Con los huesos armaron las agujas y punzones necesarios para coser cueros, con tendones, tripas de animales o fibras vegetales que hacían las veces de hilos; además de retocadores para sacar filo a la piedra, presionando los bordes para desprender pequeñas lascas.

A esto sumaron la cestería, cordelería, los tejidos, los pigmentos preparados para pintar en las paredes de cuevas o aleros, las valvas de moluscos recortadas y decoradas, y hasta la cerámica, conservada al menos en “tiestos” o fragmentos. A partir de distintos análisis se puede comparar y definir de dónde surgió la arcilla utilizada, por ejemplo, y así saber por dónde se movieron sus dueños.

Finalmente, hasta los carbones que perduraron después de un fogón prehistórico pueden, a partir del uso de distintas técnicas, dar fecha y ubicar en la cronología a todo lo que se encuentre a su alrededor en el mismo nivel de suelo. Esto habla de la inmensidad de variables a las que recurren los arqueólogos para sacar conclusiones, sabiendo que la presencia o ausencia de una característica es un dato en sí mismo, que habla de origen, contexto y continuidad en el tiempo. 

Dieta


El mismo trabajo minucioso permitió saber que en la Norpatagonia de esos años se consumían guanacos, ñandúes, peludos, zorros, roedores (cuis y tucu tucu, por ejemplo) y hasta moluscos fluviales (en el caso de los provenientes del río Limay). Recién después del contacto con el mundo hispano, aparecieron los caballos, las vacas y las ovejas. “A través del estudio de los cortes que aparecen en los huesos”, agregaron, “se puede saber cómo era destazado el animal”. Se ha determinado que ya desde aquellos años, consumían la médula ósea (comúnmente denominado “caracú”), “por su alta concentración calórica y proteica”.

En cuanto a frutos, variaban dependiendo la zona de los asentamientos (bayas, semillas o brotes), pero el piñón que da la araucaria o pehuén se volvió protagonista sobretodo en los Andes de Transición, por su valor nutritivo y por su capacidad de “producir cosechas voluminosas susceptibles de acumular y conservar”. Servían también para “distender los esquemas de caza y recolección vigentes”, indicaron, aunque su zona no era de acceso permanente: la cosecha podía iniciarse a fines de marzo, pero para mayo, tanto hombres como animales aprendieron que debían desalojar la cordillera, corridos por el frío y la nieve. 

Foto: Gentileza Dirección Provincial de Patrimonio Cultural. 

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La cueva de Chenque Haichol (5000 años A.C) y el alero cercano a Mallín del Tromen (2.500 A.C. – Dpto. Picunches) son algunos ejemplos de lugares con estas características. Estremece saber que en ese mismo alero, las capas superficiales, o sea las últimas en la línea de tiempo, presentaban “chaquiras de vidrio (cuentas de collar) y botones de uniformes correspondientes a la vestimenta de los soldados que participaron en la mal llamada Conquista al Desierto”, señalaron las autoras. Eso fue a fines del 1800, pero ya en el siglo XVI (alrededor del 1540) el arribo “civilizado” había traído muerte, esclavitud, ambisión por el oro, la plata y la sal, además de la obsesión por encontrar la mítica “Ciudad de los Césares”, tal como confirmaron las profesionales. 

Esos sectores no son los únicos hallados, sino que corresponden a la zona “Andina Septentrional”. También se han destacado en la zona “Andina Meridional” el área de Alicurá, con las Cuevas Traful I (7.500 años A.C. a 250 A.C), Cueva Traful III o de “Los Maitenes”  (2200 A.C.), la Cueva Cuyín Manzano (desde 7900 A.C.), el alero del Puente y Malal Huaca. Y en el sector “Oriental”, el actual Dpto. Confluencia, hubo salvataje arqueológico en el área del Complejo Hidroeléctrico El Chocón – Cerros Colorados” (2500 A.C.), donde se recabó toda la información posible antes de que quede bajo el agua del embalse.  

Otros casos de arqueología de rescate, ante el avance de obras de infraestructura fueron, en tierras de la comunidad Painemil, cerca de Añelo, donde se descubrió un cementerio indígena, durante el tendido de un gasoducto. A pedido de los pobladores mapuches, no se retiraron los cuerpos y se instaló un museo de sitio. En un paraje ubicado en el valle del Curi Leuvú (Chos Malal), se encontró un cementerio durante la apertura de un canal de riego, y también se buscó preservar lo conservado en donde se pensaba construir las represas Chihuidos I y II.

Trabajo actual


“Las sociedades son dinámicas, cambian, no hay que explicar el pasado con la mirada del presente, pero la arqueología aporta a la identidad regional… hay muchos enunciados que se plantean como verdad, pero no son tan así»,

reflexionó desde el área de Patrimonio del Ministerio de las Culturas, el arqueólogo Sergio D’Abramo.

En diálogo con Diario RÍO NEGRO, el profesional repasó la trayectoria de trabajo que se viene dando y que tuvo a Adán Hajduk como referente, proponiendo miradas e hipótesis hace décadas y que aún hoy motivan nuevos trabajos e investigaciones. 

A nivel estadístico, señaló que asciende a más de 500 la cifra de lugares de interés arqueológico registrado o identificado en Neuquén, incorporando a los ya mencionados, a Barrancas, Cueva Huenul, zona Nahuel Huapi, Laguna Blanca, sectores cercanos a los ríos Aluminé y Agrio, entre otros. Todo gracias no sólo a la labor científica, sino también al aviso de crianceros y vecinos del interior que no se dejan llevar por la curiosidad de quedarse con un souvenir de miles de años y prefieren dar aviso a las autoridades.

“Nos llegan denuncias de todos lados”, reconoció D’Abramo, aunque ellos evalúan las que pueden ser más viables. El área gubernamental cuenta con laboratorio y repositorio, además de recibir a profesionales de otras universidades y puntos del país, pero nunca se excava automáticamente, porque eso destruye vestigios que jamás podrán recuperarse. 

Frente a los avisos, más que una visión punitivista, promueven la mirada colaborativa. Si bien la recolección de objetos de este tipo está penada por ley, D’abramo recalcó:

“si se le explica a la gente el valor que tienen como eslabón importante en este trabajo, cambia la perspectiva”.

Foto: Gentileza Dirección Provincial de Patrimonio Cultural. 

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