La vida con el tren: recuerdos desde Allen para entender la nostalgia de los ferroviarios
La ciudad celebra esta semana su 113° Aniversario con una muestra alusiva en la estación, que reabre como Museo. Uno de los protagonistas y varias hijas de sus colegas compartieron las anécdotas que atesoran.
Un paseo de infancia, a la siesta después del almuerzo de domingo, era caminar por las vías, desde el plan Alborada hasta el “centro” del pueblo, allá por los años ‘90. Llegar al emblemático cartel de la Estación, “Allen” enmarcado en un rectángulo blanco, era emocionante. El andén que tantos pisaron para subir al “Zapalero”, con sus valijas y baúles, ya había quedado escondido del tránsito cotidiano en la calle Libertad, hoy Eva Perón. Pero para la curiosa mirada de la niñez, las ventanas cerradas de oficina invitaban a imaginar, bajo el techo adornado con soleras.
Con pasado ferroviario
En una mañana cualquiera, antes de 1987, el movimiento allí era distinto. Los zapatos lustrados de Fernando Arregui identificaban el paso del jefe de Estación, que se movía sereno por su lugar en el mundo. Desde La Plata, su hija Graciela es la que hoy lo describe del otro lado del teléfono. Lo recuerda de saco y corbata, con gorra ferroviaria a veces, inspeccionando que todo estuviera en orden. Silbando bajito, casi susurrando, lograba que los demás trabajadores ‘pararan la oreja’ para saber que se acercaba, con las manos tomadas detrás de la espalda.
“Nuestra casa se conectaba con la Estación por una puerta, que daba a la oficina de mi papá, yo iba a verlo seguido. Me cruzaba a los que llegaban desde [Fábrica] Bagliani, a Don Bentata que retiraba las revistas de Buenos Aires, a [Héctor] García que iba por los estrenos para el cine, a Nicoli y Fausto Divano, que repartían yeso”, contó Graciela. Todos necesitaban del tren. Y Arregui sabía lo que hacía, porque su oficio comenzó a los 18 años, cuando ingresó como aspirante. Se jubiló obligado por la edad, después de 50 años.
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Ese mismo cargo de jefe, aunque como “relevante general”, lo ocupó Armando Testa. Se lo convocaba como una especie de comodín, que iba donde hiciera falta. Hoy con 94 años recibió a RÍO NEGRO en su departamento del barrio Santa Catalina, acompañado por Elvira, su esposa hace 67 años. Juntos conocieron todas las aristas de la vida ferroviaria: verse cada 7 o 15 días por la distancia, la crianza solitaria de su hijo, el brindis de Nochebuena en la desolación de una parada lejana. Desde 1973 ejerció en Allen, hasta 1991.
Un prolijo engranaje
Cada función dentro de aquella rutina de lunes a lunes y las 24 horas, tenía un nombre particular y responsabilidades específicas, algunas más calificadas, pero todas fundamentales. A los jefes como Arregui y Testa se sumaban los ‘auxiliares’ dentro de la oficina, con el telégrafo y los inmensos libros de registros. Eran los que confeccionaban los balances, cada 10 días, con el movimiento de dinero que ingresaba por la venta de pasajes, el pago por encomiendas, equipaje, carga y hacienda (excepcional). Sin calculadora y a mano.
El uso del telégrafo, explicado en las anécdotas de Testa, es deslumbrante. Porque lograban internalizar un código como el Morse y educar el oído para descifrarlo sobre la marcha. La señal de puntos y rayas se oía, efectivamente, desde el aparato en el escritorio. Viajaba por el cableado que unía los pueblos del valle hasta Neuquén y desde ahí a Buenos Aires. En una mañana, por ejemplo, eso podía pasar varias veces, porque era un servicio muy usado. Pero el empleado estaba capacitado para prestar atención sólo a los “mensajes” que venían con destino “Allen”. ¿Cómo? Reconociendo las letras identificatorias del comienzo: “LLN” ó, en Morse, “.-.. .-.. -.”.
Después, sobre los rieles, circulaban los ‘maquinistas’, al frente de la locomotora, y los ‘foguistas’, para cuando el impulso era a vapor, hasta la década del ‘60. Se convirtieron en ‘ayudantes’ de los conductores, con la tecnología Diesel. Por su parte, en el terreno, moviendo vagones estaban los ‘cambistas’, mientras otros compañeros recorrían la línea haciendo mantenimiento del tendido eléctrico y telegráfico, rieles y durmientes de quebracho colorado.
Los ‘aspirantes’, en la base del escalafón, eran los que quedaban llenos de hollín por acopiar el carbón de piedra y la leña de caldén que se necesitaban para la combustión al principio. Cada cierto tiempo rendian exámen para un ascenso o pedían el pase para cubrir una vacante mejor, las que se anunciaban en el Boletín semanal interno. Una vida en esa carrera de uniforme color ‘azul aeronáutico’, tal como lo llamaban. Cuando Testa ingresó en 1948, el básico ya era de 150 pesos, unos 150 mil actuales, el doble de lo que cobraba en su trabajo anterior.
Daniel Alvez fue otro que se integró desde muy joven, apenas terminó la escuela primaria. Su hija Claudia y sus compañeros coincidieron en que se encargaba de las encomiendas en el galpón que después funcionó como la Escuela Municipal de Folclore, frente al Café Aurelio. Gracias a los pases de viaje que recibían los ferroviarios pudo irse de luna de miel con “Chiche” a Buenos Aires y desde allí a Salta, Tucumán y Jujuy, en 1959. Su disfrute quedó plasmado en las cartas que mandaron.
Vivir en la Colonia
El predio que cobijó a los trenes en Allen se extendía por más de ocho cuadras, desde la calle Juan Manuel de Rosas hasta la Miguel P. Sorondo. Sin interrupciones. Es que el cruce y puente de la calle Perito Moreno no existía. “Hasta 1977, la avenida Roca moría en el predio del tren y el puente de calle Avellaneda tenía solo pasada en bicicleta”, dijo Celia, la hija del ‘cambista’ Carlos Miguel Arrarás, más conocido como “El Vasco”.
Su infancia y la de Mavis tuvieron en común ese terreno inmenso, que se tapaba de polvareda en las tardes de viento y amanecía con escarcha por las heladas. Marcó a Celia, porque ella nació con ayuda de una partera, bajo el techo a dos aguas de una de las casillas ferroviarias, que resistían junto al molino que aún está en pie en el Parque Aeróbico. Y a Mavis porque llegó al mundo varios años antes, en la casona que todavía existe, en la esquina de Juan Manuel de Rosas e Irigoyen, cerca de lo que fue la bodega de Millacó. Integraban lo que definieron como “La Colonia”.
Mavis era hija de Rafael Soriano, ferroviario en Allen hasta el año ‘53, cuando se mudó con la familia a Buenos Aires. Ella ahora vive en la localidad de José Marmol y aunque ya va para 83 años, respondió a RÍO NEGRO vía Messenger, en Facebook. Y Celia recordó:
“A mi me gustaba mucho el ferrocarril, quería trabajar ahí pero mi papá me decía que las mujeres no hacían eso… él estaba enojado porque tenía cuatro varones, pero ninguno quería seguirlo”.
A pesar de las ventajas que ofrecía “Ferrocarriles del Sud”, esas viviendas no tenían ni luz ni gas. Por eso los faroles y estufas eran indispensables. La estación, de hecho, se calefaccionaba también a leña, gracias a los durmientes que recuperaba la empresa. El agua para consumo humano llegaba en un ‘vagón tanque’, mientras que para alimentar a las locomotoras se cargaba bombeando desde el Canal grande hasta el depósito, que todavía está junto al molino.
Testigos
Entre tantos protagonistas, Ernesto Poblete estuvo a cargo de Arregui como cambista, a los 25 años, en 1964 y 1965. Fue cuando el transporte de fruta, conservas de tomate, encomiendas y pasajeros implicaba viajes de unos 40 y hasta 50 vagones en fila. 200 ejes, como calculaban ellos.
“Nosotros íbamos colgados, agarrados con una mano y con la otra haciendo señas” para las maniobras,
explicó Poblete.
Venció el miedo de acomodar semejantes moles y de engancharlas en orden, según destino y pedido de envío. Si bien fue poco el tiempo que ejerció, aprendió de los expertos y hoy su memoria es la que sirvió para traerlos al presente: Tomás Quilodrán, Rubén Puiatti, Luis Retamal, Simón Gasparini, Victoriano y Jovel Vergara, Pedro Ossés, Oscar Jaureguy y Mario Beretta. Estos últimos fueron presidentes de Concejo municipal en el 73 y 83, mientras que Ossés pasó a la historia ciclista como el “Gamo Patagónico”, por sus victorias en la tradicional “Vuelta al Valle”.
Los relatos para esta nota también sumaron a José Montecino, Daniel Navarro, Héctor García, don Molina, Enrique Rat y Pablo Cadé. Junto a la figuras que formaba el humo del tren y el largo pitar que advertía su avance, fueron testigos de la partida de matrimonios recién casados, la ilusión de los jóvenes que se iban a estudiar y la incertidumbre de los convocados al servicio militar, tal como describió el poeta Eduardo Pérez al respecto.
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En diálogo con el “Semanario de la Ciudad”, en 1994, don Jovel Vergara sumó a esa lista a los trabajadores golondrina que llegaban del norte del país. Su hija Lucy guardó el recorte de esa publicación, donde reconocieron la labor de este nacido en Tricao Malal que trabajó en Allen desde 1956 a 1984. Hablaba de una época previa a los arribos en colectivo, que empezaron después de la década del ‘70. Esas unidades y los camiones cambiaron las prioridades en Nación y la privatización terminó de ejecutar la parálisis en 1993.
El homenaje por el centenario de la actividad volvió a juntar en Allen a los que quedaban de este equipo, en 2010. Bajo el mismo techo con soleras, ese acto cerró con el silbato en manos del propio Fernando Arregui, que recibió simbólicamente la llegada de la formación invitada. Y nadie pudo contener la emoción.
Después de ese instante mágico, su salud terminó de deteriorarse. Hasta que en la mañana del 7 de julio de 2015 falleció acompañado por su hija. La vida quiso que en ese instante, a las 7.40, se escuchara por la ventana, la bocina del tren avanzando.
“Le agarré la mano y le dije que si estaba cansado que se fuera, que yo lo entendía”,
relató Graciela entre lágrimas.
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A pesar del abandono y el saqueo de sus espacios, la esencia ferroviaria sigue viva y sembrando. En Allen, el andén se abrió al público en 1910, meses antes de la fundación de la ciudad, que el próximo jueves 25 celebrará 113° años. Y la Asociación Museo Municipal esta semana vuelve a abrir sus puertas, justamente, en la valiosa Estación, con una muestra alusiva.
Sus integrantes, con Lorenzo Brevi a la cabeza, han logrado hacer frente al olvido y al vandalismo, pugnando donde sea posible, por la concreción del reclamado “Tren del Valle”. La utilidad para tantas generaciones demuestra que vale la pena el intento.
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