La patagonia me mata: El pasto y las ausencias

Cuando la idea del pasto se naturaliza en uno, el suelo parco se hace difícil de asimilar. Pero los paisajes patagónicos tienen un magnetismo único.

Hay paisajes difíciles de metabolizar, pero que una vez que se incorporan hacen que uno empiece a imaginar su espacio sólo dentro de los límites que dibujan. Pasa sin darnos cuenta, pero en algún momento nos sacan de ese ámbito y descubrimos lo difícil que es seguir latiendo con la mirada encerrada entre altos edificios, o la nariz ajena a esa brisa salobre que nos reinicia en cada inspiración.


Para algunos es un río que está siempre a la mano para dejarse ir, como si la cabeza pudiera cabalgar su corriente, para volver mansa y fresca, libre de pensamientos rumiantes. O una sierra que nos escolta y nos presta su “espalda” cuándo hay que compartir cargas, porque lo cotidiano se nubla presagiando tormentas. O un bosque tumultuoso. O la plaza de enfrente, con su recorte preciso de naturaleza.

Pero hablábamos de paisajes difíciles, que, como los grandes amores, son los que más hondo nos pueden calar. Porque la Patagonia abarca todo. Sus provincias “continentes” encierran hielos, espejos de agua, formaciones de roca de todos los tamaños, verdores varios y espejismos de sal. Y hay lugares “fáciles”, que dejan todo servido para que los ojos los puedan abarcar. Sitios donde la montaña se recorta precisa de un cielo límpido, mientras que su faldeo se enfrenta a un lago azul. O mares briosos que rompen contra altos acantilados. Pero el desierto manda, y en esos sectores donde el hilo conductor de nuestra narrativa patagónica explota, es donde precisamente aquerenciarse no es fácil.

“Hay paisajes que hay que buscar, que nos desafían” dijo siempre Martín Brunella– uno de los mejores fotógrafos rionegrinos- sobre esos sitios áridos y sinuosos, donde la belleza viene como los rompecabezas, lista para armar.

Y con la tierra pasa un poco lo mismo. Armá un jardín en una zona de humus generoso. Pero intentá lo mismo con ese suelo parco, que se resiste al mimo porque lo siente raro y se encierra en sí mismo. Sobre todo si no naciste pisándolo y lo elegiste después, cuándo la idea de pasto se naturalizó en vos y extrañas la gramilla con la misma intensidad con la que se añora un afecto.


Gran tema el pasto en la Patagonia. Que se cuela en los jardines mostrándonos que su población llegó desde múltiples lugares, amontonada por el viento. E incluso está en los espacios públicos, aunque por suerte en su mayoría modernizaron conceptos, y optaron por crear con especies nativas. Pero donde haya un vecino que siga luchando por extrapolar verdor, o un municipio en el que alguna cabeza insista en ornamentar con los usos y costumbres de otras tierras, allí estará el culto al pasto mostrando cómo sigue captando la voluntad de sus dominados.

Hasta que un día se empieza a amar el movimiento de las gramíneas. Y, de adentro hacia afuera, los jardines se pueblan de esas nativas parcas que se amigaron con vos. Para mostrarte que la construcción de un espacio no se da imponiendo bellezas, sino descubriendo el misterio de aquellas que se confabulan para anidar bajo el mismo sol que te cobijó. Y es ahí cuándo descubrís que ya está. Que ese paisaje se apoderó de vos.


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