La Patagonia me mata: cementerios e iglesias

Dos espacios que definen los usos y costumbres de los pueblos en torno a la sacralidad. Dos espacios que aquí, en tierras patagónicas, adquieren formas muy distintas a las de otros lugares, como esos cementerios que están junto a los campamentos cordilleranos.

Cementerios e iglesias. Dos espacios que definen los usos y costumbres de los pueblos en torno a la sacralidad. Con las últimas mi raíz citadina me juega una mala pasada. Es que en sitios pequeños suelen ser capillas con mucha simpleza y presencia de madera, que recuerdan los trazos gruesos con los que se delineó aquel pesebre que fue cuna de Jesús. Por eso enseguida mi memoria emotiva añora las cúpulas de los templos de arquitectura ardua, que aportan esa atmósfera fresca y silenciosa, que se transforma en acústica perfecta cuando un coro empieza a sonar. De ahí que los techos bajos y el acotado ingreso entre horarios de misas me carguen de nostalgias. Porque desde chica mi conexión divina fue aquietarme, sentada en ese núcleo solemne y detenido. Y en los rincones patagónicos son ellas, las iglesias, las que se agachan a abrazarte. Querendonas, pero poco habituadas al concepto de espacio personal.


Los cementerios son otra cosa. Su sencillez y lo caprichoso de sus locaciones nos cuentan tanto de la imprevisión patagónica que no hay espacio para comparar.
Y no hablo de los chenques, esos enterratorios aborígenes que remiten a nuestras verdaderas tumbas. Sino de los que la sociedad creó, cuándo el mundo del trabajo se organizó en poblados y hasta hubo que fijar un punto, exacto y común, para desagregar a los que se alejaran de los vivos, pero manteniéndolos a un paso del reencuentro con ellos.


Esos lugares son una entrañable sorpresa. Es que nunca están alejados de las zonas más pobladas, como ocurre en sitios del país tan inhóspitos como éstos. Aparecen de golpe, recorriendo barrios o paisajes. Entonces se comprende que ése era un hito lejanísimo en la cabeza de alguien, que jamás pensó que se poblaría de casas linderas, o conviviría (valga aquí más que nunca la expresión) con emprendimientos turísticos.


Ocurre en la neuquina Villa Traful, por ejemplo. Uno bordea el lago y llega a un área boscosa en la que bellos campings siguen teniendo, detrás, ese espejo de agua. Pero de pronto, tras un portal sostenido por troncos, se ven ramitos de flores frescas acompañando lápidas. Pasos después, continúan los sitios dónde la calma reina, pero el pernocte es transitorio.


En Río Negro también ocurren cosas. Recuerdo que al llegar a Las Grutas pregunté si había uno de ellos. “¿Acá? no se muere nadie” me contestó un vecino con ironía mordaz. Pero más que inmortalidad, hay un traslado. Porque la comuna que completan el Puerto San Antonio Este y San Antonio Oeste dotó a este último con el único lugar destinado al eterno descanso. Que ya es necesario ampliar.


De hecho, planificar estos espacios en lugares en pleno desarrollo es todo un desafío, porque, como les ocurrió a nuestros ancestros, lo que hoy parece el último confín mañana bullirá de actividad.
Quizá por eso sus predecesores, los verdaderos dueños de estas tierras, sólo elegían paisajes bellos para que reposaran los que se iban yendo. Sin fronteras estrictas, con el único anhelo de dejarlos soñar. Y así, un día entre tantos, fue la mismísima naturaleza la que se encargó de que todos confluyeran en un solo lugar.


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