El verano, la plaza y cinco relatos desde Allen sobre cómo era ser joven en los años ’90

Los espacios de encuentro y las actividades al aire libre cambiaron y bastante en estos 30 años. En un contexto que no escapó a la crisis y a los prejuicios, los amigos y la música fueron la descarga para no perder la sonrisa.

Cuando Julio conoció a Doris, las esquinas de la plaza San Martín estaban adornadas con algunos rosales, que buscaban trepar por los postes de las glorietas blancas, con puntas amarillas. Allí, la guitarra y las voces en ronda invitaron a un encuentro que derivó en más de 20 años de amor. A unos metros, en la escuela parroquial, sobre Don Bosco y Juan B. Justo, habían estudiado, tiempo atrás, Andrés y Ernesto, “Timo” para todos, cuando todavía estaba en pie la emblemática capilla Santa Catalina. Pero ahora que los ‘90 avanzaban a pleno, eso iba quedando atrás y el secundario de los peritos mercantiles también, combinando las salidas al “Aquelarre” de Roca (en colectivo desde la actual calle Tomás Orell) con las partidas de cartas y juegos de mesa en la confitería “Entretiempo”.

Roxana por su parte, era de las que cruzaba todo el pueblo, desde el Plan Alborada, al este del hospital, hasta la “Cabañita” de madera, un parador al paso ya derribado, que funcionaba junto al acceso Martín Fierro. Allí, con una docena de pibes como ella, se juntaban en la cocina de la familia propietaria, para escuchar música, jugar al “chancho” y preparar las tortas fritas para el mate. Si la temperatura de enero apremiaba, el “canalito” era el destino que las bicicletas Musetta ya conocían, acostumbradas a cargar acompañantes sentados o de pie en el portaequipajes.

El «laberinto» de ligustrinas cerca del Municipio era otro de los puntos de encuentro. Foto: Gentileza.

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Veranos en Allen: Qué cambiada estabas, ciudad!


Los veranos en Allen, en esos años, los ‘90, se vivieron en un escenario bastante diferente al actual, sobretodo hablando de espacio público. La ya mencionada plaza San Martín entraba en sus 80 años de vida y su sombra cobijaba los paseos, juegos y reuniones vecinales desde siempre. Pero no tuvo el trazado actual hasta mediados de los ‘50, pasando por otras luminarias y ornamentos. Según la docente e investigadora Mercedes Amieva Echenique, esa cuadra primero desértica y rodeada de tamarisco y alambrado, llegó a tener flores, ligustrinas y glorietas.

Junto a las plazoletas de Avenida Libertad (hoy Eva Perón) y las hamacas de calle Irigoyen, eran los principales sitios para disfrutar al aire libre dentro del ejido urbano, ante la mirada fiscalizadora de los “placeros”, que desde sus “casitas” a dos aguas renegaban contra los que pasaban pedaleando entre los peatones, los que se trepaban a los árboles o los que quebraban alguna planta a fuerza de un pelotazo. Faltaba bastante aún para la construcción de nuevos barrios, junto a plazas más alejadas del centro. Y la zona del actual anfiteatro y Parque Integración, con todo parquizado, eran un sueño imposible.

Desde «casitas» como estas los placeros cuidaban los espacios verdes. Foto: Archivo Ana Sánchez.

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Los vecinos que compartieron con RÍO NEGRO sus recuerdos para esta nota, Julio Garrido, Doris Saa, Roxana Sánchez, “Timo” Álvarez y Andrés Díaz, veían esa zona como un sector bello de día, al resguardo de los bancos entre el laberinto de ligustrinas y las estatuas infantiles de Pinocho y el Topo Gigio, pero que se volvía inseguro a medida que bajaba el sol y se reducía el movimiento de gente.

Con la antigua “terminal” de colectivos en medio y la Estación de Ferrocarril antes de llegar al canal grande, los que vivían en Barrio Norte, como era el caso de Andrés y Doris, cruzaban desde allí hasta el inmenso terreno descampado dedicado a la playa de carga y descarga de yeso, que los separaba del puente de calle Avellaneda y la pasarela que desembocaba en calle Belisario Roldán. Ese atajo los hizo acostumbrarse a cruzar entre varias filas de vagones y a salir con las zapatillas cubiertas de polvo. Para otros como “Timo”, nacido y criado un poco más al oeste, en barrio Bifulco, el consejo de mamá Margarita era caminar hasta el puente de calle Juan Manuel de Rosas con bolsas en los pies, para no llegar al centro con los zapatos llenos de barro después de alguna tormenta.

Foto: Archivo Sitio «22 Noticias».

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El yeso que llenaba la playa de maniobras, junto a la Estación de tren. Foto: Proyecto Allen.

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Veranos en Allen: Lejos del centro


Las diferencias sociales en esa y en todas las épocas, conformaron una variable que delimitó las alternativas disponibles para los buscaban empezar a independizarse. Para algunos el verano eran las vacaciones, para otros, la esperada temporada en el galpón o la chacra, fruta en mano, con la oportunidad para recaudar el dinero necesario para el año. Esas posibilidades o su ausencia, seguían encuadrando quiénes estudiaban y quiénes no, quiénes iban a clases de día y quiénes lo hacían en “la nocturna”. Quiénes no podían ni siquiera proponérselo, aunque fuera injusto. Para estos jóvenes de aquellos años, que vivían al este de la ciudad y del otro lado de la vía, la educación y las ganas fueron el puente que les permitió acortar la brecha.

Andrés, hoy odontólogo, por ejemplo, fue el único de la barra de amigos que llegó al secundario y Doris, hoy docente y directora del mismo colegio donde estudió Andrés, el “Mariano Moreno”, buscó las mil y una alternativas para poder estudiar en la Facultad de Roca. A esa experiencia, le sumó algún tiempo como romaneadora en “Frutivalle” y algunas cooperativas, algo que ella misma reconoce que la fortaleció y le puso los “pies sobre la tierra”, ante la adultez que se avecinaba.

A “Timo”, el trabajo lo fue llevando de un rubro a otro, después de empezar la tecnicatura, hasta que los emprendimientos se volvieron su especialidad. Agradecido, recordó las clases de computación que sus padres le pagaron a él y a su hermana, cuando los monitores eran televisores y los teclados eran un “Drean Commodore 64C”. Mientras que, por su parte, Roxana y Julio, encontraron en las manualidades y en la música la alternativa que en otras áreas les resultó vedada. Ella talentosa artesana, él dedicado bajista del rock y el jazz regional, sacaron músculos de tanto remar, en una década de crisis nacional y provincial, privatización y escaso trabajo disponible para jóvenes que necesitaban juntar experiencia y salir adelante. Un tiempo donde poco y nada se hablaba de las problemáticas que vivían, mucho menos de contenerlas y buscarles solución.

Veranos en Allen: ¡Sólo se vive una vez!


Así que en ese contexto, los amigos, los amores, la música y el deporte eran el refugio y la descarga para sacarle sonrisas a la cotidianeidad.

“Yo me sentía dividido en dos mundos, pero si me dabas a elegir, entre mis nuevos amigos y los del barrio, yo me quedaba con los del barrio, había fraternidad, compañerismo”,

recordó Andrés.

De hecho con varios de ellos aún se comunican en un grupo de Whats App y se juntan cada tanto, guitarra de por medio, como en las “previas” que hacían antes de ir a bailar. Los mismos con los que compartía los cumpleaños de 15 en el PAMI (Centro de Jubilados), la Asociación Italiana o el Centro Español. Los mismos con los que pasaba horas en el Canal Grande, cruzando desde la antigua bodega “Millacó” y el inolvidable perfume a orujo, hasta el Salto, 15 cuadras aguas abajo.

Cada tanto, el balneario improvisado se armaba más lejos aún, en “El Ramasco”, sobre acceso Martín Fierro, o en el canalito conocido como “del Patachula”, cerca de calles Neuquén y Bahía Blanca, a donde llegaban con la mochila para pasar toda la tarde y el “pic-nic” era con frutas de las chacras cercanas.

“Nos daban permiso para ir, pero como en ese momento no había celular ni nada, en el caso de que llegaran a sonar las sirenas del cuartel, la regla era que tenía que volver a casa para avisar que estaba bien”,

recordó este hijo de padre bombero y albañil.

La juntada en la zona de los barrios Hospital y Santa Catalina, era en “la piedra”, base del transformador de energía instalado en la esquina de San Martín y San Luis. Y la prueba de valentía era subir a las terrazas de las torres de departamentos o entrar a recorrer las antiguas instalaciones del Hospital Regional, conocido por la casona donde vivieron médicos y profesionales de la conducción en otro tiempo, frente a acceso Güemes y calle Velasco.

Julio Garrido, el primero a la izquierda, con Pablo Zuñiga y Ariel Pasquíni, en el interior de la casona del Hospital. Foto: Gentileza Familia Garrido – Saa.

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Para Julio fueron horas de interminables ensayos con sus bandas, primero con “Bronco”, después con “Los Blussers”. Y para Doris, los paseos eran a la plaza, donde él se enamoró escuchándola cantar. También salía los viernes y sábado con sus compañeros de trabajo, en tiempos de “El Padrino”, en el salón de Bomberos con toda la movida tropical, “La Bodega”, tertulias en Fernández Oro, “Bucaneros”, “Rockers”, “Shangrilá”. Otros también pasaron por “Las Palmas” y “La Casona” en Neuquén; “Bolero” y hasta “El Bailantazo del Beto” en Roca.

En esas horas nocturnas, era la policía la que intentaba regular la circulación de los jóvenes y llamó la atención que, sin haber compartido momentos como amigos, tanto Andrés como Julio coincidieran en un recuerdo: el de los efectivos recordándoles que “el centro” no era para “los del barrio”. Al primero, se lo dijeron en la vereda de un salón donde esperaban para entrar a un cumpleaños, mientras que al segundo, se lo recalcaron cuando salía, feliz, campera de cuero y pelo largo, después de que por fin los dejaron tocar en la confitería más concurrida de la ciudad.

“Costó bastante cambiar el estigma que tenía el barrio Norte por la inseguridad, cuando conocías a alguien nuevo, capaz que lo último que decías era dónde vivías o a algunos amigos no los dejaban ir a tu casa por el mismo motivo”,

contó Doris.

Para “Timo”, la experiencia fue opuesta, y a pesar de la exclusión, la escuela, catequesis y rugby fueron los espacios que le dieron afectos a ambos lados de la vía, que todavía conserva hasta hoy.

Veranos en Allen: Dale play!


En ese contexto donde se conjugaban tantas aristas, cientos de canciones los acompañaron en las horas tirados en la cama, leyendo las revistas que podían conseguir en la librería de Bentata (hoy Aroma Urbano, en Eva Perón y Alem), escuchando algún casette prestado, alguno comprado en la desaparecida disquería “Casablanca” de Federico Tonón (Av. Roca 274) o las dedicatorias de las primeras FM que se afianzaban en la ciudad, la extinta radio “Armonía” y “Líder”, todavía vigente.

Foto: Gentileza Raimundo Negrete, DJ de Vinilos.

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Los afiches y recortes pegados en la pared, el placard, las carpetas de la escuela y hasta el techo eran testigos de las alegrías y los desamores al ritmo de Soda Stereo, Vilma Palma, Los Paralamas, La Zimbabwe, El Símbolo mientras que desde el exterior llegaban U2, INXS, Duran Duran, Queen, Roxette, New Kids on the Block, Vanilla Ice y otros tantos. También Deep Purple y el blues de Steve Ray Vaughan y Johnny Winter. Lejos de internet, no tenían muchas maneras de conocer los trabajos nuevos que iban saliendo, al punto de que:

“cuando escuchamos el primer disco de Steve Ray Vaughan, el músico ya había sacado cuatro más y terminó muriendo a los dos meses”,

se rió Julio ante la demora.

Finalmente, si de amor se trataba, la falta de tecnología hacía que al conocer a una chica que les gustaba, no les quedara otra que pedirle la dirección y buscar la excusa para pasar por afuera de la casa hasta poder cruzarla a la salida. “Y si aparecía el padre, ¿qué hacías? ¡Por lo menos pedirle que te convide agua!”, cerró Andrés entre carcajadas, evocando esos ratos de espera.

El recuerdo del cerco que rodeaba a las hamacas de calle Irigoyen. Detrás el descampado hacia el Norte, sin las viviendas actuales.

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