El último viaje: esa vieja costumbre de alquilar carrozas fúnebres con caballos
Marcaron la estética y los rituales de otro tiempo, en torno a la muerte. Años después, la nieta del empresario que prestó servicio en Roca contó cómo lo vivió, siendo niña.
Se nos eriza la piel de sólo imaginar cómo habrá sido estar frente a un cortejo de este estilo, tan cargado de connotaciones. Así como hoy ciertos sonidos en el espacio público nos estremecen, como la urgencia de una ambulancia o la sirena de los bomberos, el paso de este ritual en movimiento impactaba por su condición opuesta: el silencio espeso que generaba a su alrededor, sólo interrumpido por algún sollozo o la oración repetida entre rosarios. Y por la opulencia de sus adornos, pensados para homenajear al difunto en su último traslado hasta el cementerio. Infaltable el ademán de quitarse el sombrero o persignarse en señal de respeto.
La “Cochería Miralles” fue una de las primeras en Roca que ofreció este servicio, impulsado por caballos. Contaba además con colegas en distintos puntos del Alto Valle, desde Villa Regina hasta Cipolletti, como Ducás y Gancedo en Allen. En diálogo con diario RÍO NEGRO, Irma, una de las nietas de su propietario, Francisco Miralles, contó que el local de la firma se encontraba sobre calle Tucumán, entre Neuquén y Don Bosco. Allí tenían, además, carpintería con ayudantes para fabricar los cajones municipales y hacia el norte, por calle Mitre, estaba el terreno de las caballerizas, para alojar y preparar a los equinos. Calcula que su ancestro llegó a la zona en 1917, casado con Lucía Ruiz.
Según coinciden los archivos y varios sitios relacionados con la temática fúnebre, la tradición de las carrozas proviene de Inglaterra, en el Siglo XVI, y llegó a América varias décadas después. Sin vehículos como ahora, con los cementerios lejos de la zona urbana por resguardo sanitario y con la intención de honrar públicamente la partida de quien había fallecido, su uso se fue afianzando, como una marca que daba cuenta del estatus social.
Tallados en madera, los carruajes eran conducidos por el denominado “cochero”, vestido con camisa y guantes blancos, pantalones, galera y levita (saco largo). Tanto Don Francisco como varios de sus hijos cumplieron con ese rol. En algunas regiones, se usaba además, la figura del lacayo, como acompañante en el servicio.
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Según recuerda Irma, eran tiempos en los que la “capilla ardiente” para velar a un familiar se instalaba en la propia vivienda o incluso la misma habitación del fallecido, con portavelas de un metro de alto. Sólo en contadas ocasiones se realizaba en el salón de la empresa, como ocurre actualmente.
En la elección de cómo disponer una carroza, cuenta la historia del tema, cada detalle tenía un mensaje: se podía recurrir a hojas perennes como símbolo de eternidad, antorchas para iluminar la senda al más allá, plumas, pompones, terciopelos y crespones (lazos de luto), que hacían más vistoso el paso del cortejo. También había carrozas para adultos, otras más pequeñas y blancas para los “angelitos” (niños fallecidos a temprana edad) y se preparaban coronas y ramos vistosos.
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En ese ambiente, Irma y sus hermanos jugaban sin miedo, acostumbrados a verlo cotidianamente, algo muy distinto al resto de los vecinos. En algún comentario de Facebook, junto a fotos de esta temática, hubo quienes recordaban a sus tías cerrando puertas y ventanas al oír el paso del séquito, por miedo a la “mala suerte”. Pero los hijos de Miralles usaban el depósito de féretros como terreno de aventuras y no faltó la vez que fabricaron un tobogán con una de las tapas de madera.
Ya en los años ‘60 y con las trabas para circular con carros tracción a sangre en el ejido urbano, esta práctica fue cayendo en desuso. Miralles vendió la empresa, que hoy funciona como Cueto y Cía. Sin embargo, los carruajes no desaparecieron del todo, como en el caso de Centenario, donde el aficionado a la historia Orlando Morales, restauró varios junto a otros vecinos. Estuvieron dentro del predio del Museo local hasta que se reclamó su resguardo.
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