El mar y la vida en tierra

Lo anfibio que propone el agua del mar, y lo que se ancla para siempre, con la firmeza con la que se funda un hogar.

Acá los hombres te regalan estrellas. Pero no las bajan del cielo, las suben del mar. Son otros los varones que habitan estas tierras, porque están ahí, en una línea anfibia, con los pies hundiéndose en la arena y el alma disparándoles en dirección al mar.


Son buzos, marineros, pescadores, surfistas… No importa que tan acuático sea su trabajo, o si sólo es una afición que los distrae. Desde el capitán de barco hasta el oficinista están bajo el hechizo de seducción del mar.

Por eso están de paso, aunque se queden. Y siempre darán la idea de que lo que construyan en tierra no podrá competir con sus ganas de zarpar.

Con las mujeres es distinto. Capaz que es porque el agua es caprichosa, y su naturaleza les es conocida, como si fuera el eco de un útero más. Lo cierto es que son las únicas capaces de echar raíces. Aunque las dejen libres como el clavel del aire, y necesiten aspirar fuerte el aliento del mar.

Hay algo en este suelo que hace que lo femenino se ancle… así, para siempre, con la misma firmeza con la que se funda un hogar.


Así que son ellas las que sostienen, y eso se nota más que en ningún sitio. Aunque también, más que en cualquier otra parte, parece persistir la absurda idea de que hay que resignar esa fortaleza para condecorar con ella al varón, revistiéndolo caballero. En un intento de entornarle los párpados a la certeza de saberse estoicas, para perpetuar la ilusión de que esa acción es un guiño a la virilidad, que moriría de pena al percibirse como un simple fulgor entre tanto destello.

Pero la realidad es que la vida en tierra la arman las mujeres. Garantizan que exista una costa a la que arribar, un puerto al que amarrarse.

Cuentan la historia de lo que persiste e hilan la trama de lo cotidiano. Son el sosiego de aquellos que, aunque aspiren a ser puro horizonte, necesitan saber que hay un destino firme para anclar.

Les da brazos y gargantas fuertes esa tarea. Son sirenas varadas que en lugar de cantos que alucinan confortan con la monotonía de canciones de cuna que, cada tanto, es imprescindible escuchar.


Porque ellas no se pierden, ellas guían. Les sale así, muy natural, como faros que miran en dirección al mar. Con los varones es distinto…cuándo el agua los marca no vuelven a arraigarse sobre el suelo arenoso de la vida trivial.

Ése será el embrujo de esta Patagonia atlántica, que a las mujeres nos llena de ensoñaciones y a ellos los condena a fijar la mirada en un cielo que siempre está por llegar.


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