Cinco razones de por qué cuesta vivir en el campo pero vale la pena intentarlo

No es lo mismo pasar un fin de semana de vacaciones que estar allí a diario. Las dificultades cotidianas no tienen nada de mística, pero los pobladores les hacen frente.

Un criancero del norte neuquino en pleno arreo de sus chivas. Foto: Martín Muñoz

Una no puede hablar de la vida en el campo “tocando de oído”, suponiendo, asignando sentido con “ojos de ciudad” a lo que registra quien pasa sus días en una tierra tan distinta, a pesar de que ambas nacieron de la misma raíz patagónica. “No venga a tasarme el campo/ con ojos de forastero/ porque no es lo que aparenta/ sino como yo lo siento”, cantó Larralde (letra de Osiris Rodríguez Castillos), y es cierto.

No se puede hablar “tocando de oído”, pero si se lo puede adaptar para escuchar con algo más de empatía, amplificando la capacidad de análisis, con más tiempo y detenimiento, con más sensibilidad: “¿vivir en el campo es lo que parece? ¿Alcanza con el paisaje? ¿Es lo mismo hoy que en otro tiempo?”

Vivir en el campo es mucho más que pasar un fin de semana comiendo asado, con la conservadora y en vehículo, disfrutando al aire libre”, dijo un paisano en medio de la charla con este medio, en confianza, mientras preparábamos otra nota. ¿Ah, si? ¿Y cómo es, entonces?, vino la repregunta, para indagar mejor. Una intuye para dónde va la respuesta, pero sólo tiene validez si lo dice quien está del otro lado, “con los pies en el plato”, empapado de la situación que describe. Y ahí el paisano se vio metido en un brete, pero aceptó el desafío y empezó a explicar. 

Para encauzar lo que asomaba, le pedí que fueran cinco los aspectos a enumerar. Y el compañero de charla tuvo que esforzarse con un suspiro para elegir cuál dejar afuera. “El hombre de campo tiene muchas dificultades”, empezó diciendo. La conectividad fue la primera, no porque quiera descansar mirando Netflix, sino porque comunicarse en medio de tanta distancia es un problema todavía con escasa solución. Lo piden las emergencias, ayudaría a las escuelas, lo necesitan por cualquier trámite, llevaría tranquilidad a las familias que tiene un ser querido allá lejos con sus animales y que así podría avisar que se encuentra bien.

“Si no respondo es porque a la tarde me voy al campo y allá no tengo señal”, dijo el paisano para explicar una dificultad con la que se acostumbró a convivir. El planteo no justifica colocar antenas en cualquier lado, pero sí abrir el diálogo para encontrar la mejor solución. 

Por dónde circular con sus animales es la segunda cuestión que dificulta el transcurrir. “Sólo Dios sabe cuánto sufre un arriero/ encerrado entre alambres/ y a cielo abierto”, cantó Atilio Alarcón. Los limita esquivar tanta cerca, sobretodo si los espacios que su ganado necesita para beber o alimentarse, quedaron poste adentro.

“Por dónde no habrá tranqueras/ para poder galopar,/ quién fuera viento pa’ andar/ tiempo adentro y campo afuera”, escribió Marcelo Berbel. Cómo cuesta desde la zona urbana, entender que criar animales allí no es como producir en un parque industrial o amontonar pezuñas y plumas en un feedlot, con cerco perimetral y portón de acceso. Que un “piño” (conjunto de chivas, vacas) tiene también su querencia, que ya identifica dónde están los lugares para nutrirse o en qué época del año movilizarse buscando mejores pastos.  

La falta de agua fue el tercer punto, asociado al anterior. Sequía hubo siempre, recuerdan, como en la década del ’60 por ejemplo, pero en la veranada los ríos eran caudalosos, y ahora ya no. “Se van notando las piedras del fondo, al igual que en las aguadas”, se preocupan los crianceros. Asocian el impacto a la época en la que empezaron a forestar con pino o al comienzo de la extracción de hidrocarburos.

“Si nos quejamos, creen que estamos en contra de generar trabajo, pero los profesionales que vinieron no tomaron en cuenta la sabiduría de los mayores”,

se lamentó el viejo poblador, cansado de tener que acomodarse al panorama.

Se toca el tema del trabajo y aparece la cuarta complicación. Si cuesta criar animales y cuesta sostener un comercio que abastezca a los vecinos sin cobrar precios exorbitantes, ¿de qué viven los jóvenes y adultos de la zona? Trabajar en la comuna, las escuelas u otras oficinas son una solución a mano para no tener que irse del pueblo, pero en muchos casos eso genera dependencia de una gestión o línea política. La ausencia de oportunidades, por otro lado, ha sido la causa por la que muchas familias debieron emigrar a ciudades más grandes, o dividirse entre los que fueron a buscar mejores opciones y los que se quedaron. 

Y ahí es donde surge la última circunstancia. Cuando este paisano dijo la frase “el hombre de campo tiene muchas dificultades”, no fue por machismo, sino porque ve a su alrededor cómo sus colegas se van quedando solos, sin su familia a la par. Los hijos necesitan estudiar y ya para eso, generalmente, hay que irse al pueblo.

“Mis abuelos se criaron bajo un alero, pero no por eso yo voy a querer que mis hijos vivan en una barda”,

dijo otro poblador, charlando con este medio.

La madre es quien los sigue, acompañando esa semilla que quieren ver germinar en una vida mejor. Y el padre es el que queda a cargo de los animales, ya como un extra de otro trabajo remunerado o de la misma jubilación, manteniendo apenas como puede el estilo de vida criollo, junto a la radio y la estufa a leña, costumbres que lo diferencia de otro asalariado en cualquier otra parte del país, y que lo hacen único. 

Con todo esto, ¿por qué elegir quedarse? ¿por qué insistir con volver? ¿por qué buscar contagiar a otros para que no quede vacío? “Yo soy cardo de estos llanos (…) Su cinto no tiene plata/ ni pa’ pagar mis recuerdos”, dice más adelante la misma reflexión que cantó Larralde. Está dedicada a su pampa, pero muchos de este lado también comparten el sentimiento. 


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