La pasión del Maruchito

A 100 años del nacimiento de un mito. Pedro Farías era un niño cuando murió de dos puñaladas por querer tocar la guitarra en un campamento de carretas en Barda Colorada, entre Aguada Guzmán y Cerro Policía, Línea Sur. El tiempo lo convirtió en un santo popular con miles de devotos que piden su protección en los caminos de la estepa patagónica. Aquí, un dossier sobre su historia y el documental del IUPA. No te pierdas la web serie “La pasión del Maruchito”.

Se dieron a conocer los ganadores en las 22 categorías de la 31ª edición del certamen anual “Premios ADEPA al Periodismo”. En el rubro Cobertura Multimedia se quedó con el primer premio “La pasión del Maruchito”, una coproducción de Río Negro y el IUPA. El segundo lugar fue para un trabajo de Clarín y la mención especial para La Nación. En la edición 2020, participaron 730 periodistas, fotoperiodistas y dibujantes de todo el país, con un total de 992 trabajos publicados entre el 1º de junio de 2019 y el 31 de mayo de 2020.

Mirá la web serie completa

Capítulo 1 | Guitarra en el viento

Capítulo 2 | Guitarra y misterio

Capítulo 3 | Guitarra y encuentro

Capítulo 4 | Guitarra y sangre

Capítulo 5 | El nacimiento de un mito

BACKSTAGE

La historia del maruchito

Por:
Javier Avena y José Mellado ( Río Negro )
Federico Laffitte y Laura Rojas Larrea ( IUPA )
Domingo 13 de octubre de 2019

Un niño que quería tocar la guitarra en las huellas de la Línea Sur. Dos puñaladas que matan su sueño y lo vuelven leyenda. El capataz de las carretas que enloquece y tras el crimen se pierde a caballo en la Meseta de Somuncura.

Una tumba y la punta del cajón que sobresale al pie de un alpataco a 10 km de Aguada Guzmán, a la vera de ese camino de tierra en la estepa. Una sepultura precaria librada a su suerte en un perdido punto de la Patagonia, que después se hace capilla de adobe y más tarde santuario, con flores dejadas por los fieles, velas encendidas, el viento que lleva el sonido de la campana al campo despoblado, sus restos ya en el interior de la ermita y ofrendas, billetes, monedas, cigarrillos, botellas.

Y guitarras. Grandes y pequeñas. Como símbolo, como ícono, como devolución de lo que no pudo ser. La convicción de creer y un mito que se agiganta con el paso del tiempo. Y fogón, galpón, baños y otras nuevas construcciones alrededor, la más grande con forma de guitarra.

Mujeres y hombres de zonas cercanas y lejanas que le piden o le agradecen, en placas de bronce o con birome en las paredes, por la salud de la madre, por un trabajo, por un examen, por la suerte de su montura en la próxima cuadrera, por las ovejas y las chivas, por su equipo, por el camión, por tantas otras ayudas.

Y el rito de los viajeros, con el temor secreto de que algo suceda si lo ignoran: parar, saludarlo, invocar su protección en la ruta, seguir. Solo algún desprevenido no se desvía de la 74, de tierra como entonces, para pasar por delante de la capilla y rendirle honores, como si la traza se hubiera corrido unos 50 metros a la izquierda para volver a empalmar un puñado de metros más adelante con el trayecto original, en un triángulo de fe que tiene alambrado, dos caballos que pastan y una pandilla de gatos que salen al encuentro de los visitantes en ese predio cedido por la familia Bueno, dueña del campo lindero de 950 hectáreas que hoy está en venta y supo albergar las carpas de los primeros feligreses.

Esta es la historia del Maruchito, a 100 años del nacimiento del mito.
“Una leyenda basada en hechos reales”,
como la define el escritor e historiador Jorge Castañeda.

El peoncito

¿Qué hacía Pedro Farías, a los 12 años, en el atardecer del caluroso 19 de octubre de 1919 en ese campamento?

“Los maruchos eran muchachos que se ocupaban de los trabajos menores de las tropas de carros. Juntar leña, preparar el fuego para el mate o el puchero, darle agua a las mulas”, amplía Castañeda desde Valcheta.

Y explica que esos carros fueron los que abrieron surcos en el desierto al trasladar lana y mercaderías entre cuatro puntos centrales de la época: San Antonio Oeste y su puerto, Roca como punta de riel, Jacobacci como eje de la Línea Sur y Esquel, referencia en la montaña.

El enigma

Los historiadores no saben de dónde venía Pedro Farías. Si era huérfano, como muchos maruchos. O si había sido entregado por su familia, como otros, por no tener como alimentarlos.

La mayoría coincide en que esa noche quiso tocar la guitarra y el capataz Onofre Parada le prohibió que agarrara la suya. Que se animó cuando el dueño del instrumento dormía. Que el capataz despertó y lo hirió a puñaladas. “Lo dejó en manos de una curandera chilena, pero no pudo sobreponerse y murió”, señala Elías Chucair, autor del libro “El maruchito hacedor de milagros en la meseta patagónica”, desde Jacobacci.

Pedro Farías acompañaba las carretas que viajaban por los caminos Linea Sur.
Este maruchito sólo tenía un sueño: tocar la guitarra
Un final inesperado lo convirtió en leyenda.
La curandera

Una mujer de 94 años que se crió con doña Catalina, la curandera de Aguada Guzmán, ahora vive en Roca. Esto es lo que recuerda Felisa Martínez sobre lo que le contó su abuela, como la llama. “Acarreaban vino y mercadería de Roca a Esquel. Eran como seis carros grandes y tardaban como un mes en llegar. Y hacían noche donde se quedaban. En esa se le dio por tocar la guitarra. Y el hombre se enojó y lo apuñaló en la panza. La curandera hizo dos leguas a caballo, en esa época no había auto. Ya estaba muerto cuando llegó. Y tenía los intestinos salidos. Ella se los lavó con agua y los metió para adentro. Pero no hubo caso. Ya estaba muerto. Los hombres hicieron un pocito así nomás y lo enterraron. Unos vecinos de Barda Colorada le hicieron después una casita de adobe.

Así estuvo muchos años. La gente empezó a pedirle cosas y veían que les cumplía. Le llevaban a los enfermos, los camioneros le prendían velas. Y lo empezaron a tomar como un santo, un maruchito milagroso.

Cuando perdía las chivas yo también iba y le pedía ayuda.

Yo siempre creí en el Maruchito y sabía ir a visitarlo. Dicen que sus padres no tenían nada y por eso lo dieron a los troperos. Pobrecito. Esos troperos no volvieron y del capataz nunca más se supo nada. Mi abuela se fue de Barda Colorada a Aguada Guzmán. Ahí me crió. Ahí me contó la historia”.


Los devotos

Un día, hace 30 años, el papá de Norma Erbin la escuchó en la radio. Y cuando llegó a su casa en Sierra Colorada le dijo a su hija: “Vamos a llevar a mamá a ver al Maruchito”. Y fueron.

Prometieron que si ella se curaba de su enfermedad irían a verlo todos los 25 de diciembre. Se recuperó. Y cumplieron. En la primera Navidad llevaron lavandina, escobas, secador y dos tambores de agua. Dieron vuelta todo, sacaron los restos de los incendios causados por las velas, espantaron a las ratas. En una cajita blanca, sobre una mesa, hallaron los huesos del Maruchito; el fuego los había dañado. Los limpiaron uno por uno y los guardaron.

En la radio donde trabaja Norma lanzaron una colecta: consiguieron ladrillones, cal, chapas, cemento, tirantes y fueron un 25 y levantaron un tinglado, un galpón. Una vez la mamá soñó que el Maruchito se acercaba, la tocaba la mano, le decía que se iba a poner bien y le pedía ropa. Así que en el viaje siguiente llevaron bombacha gaucha, alpargatas, medias y remera.

Otra vez, al papá se le quedó la camioneta. Pero a la mañana siguiente arrancó como si nada. “La arregló a la noche el Maruchito”, dijo.

El Maruchito vive en la devoción de los fieles, convertido en un santo patagónico, creador de milagros.
Las voces de Aguada

Dora Paillao también cree: le pidió un trabajo y acá está, en la Escuela 194 El Maruchito de Aguada Guzmán, a cargo de la limpieza y el mantenimiento. “Me cumplió”, dice. Como Bristela Rodríguez, la cocinera que penaba con una enfermedad hasta que se sanó. “Estaba muy mal, le pedí y me curé”, cuenta.

Al tucumano Julio Serrano lo conmueve tanta demostración de fe en esta comunidad de 200 habitantes a la que llegó hace dos años desde Roca. Aquí es director, maestro, enfermero, secretario y hay respeto a su palabra. Su mirada, todavía, es la de alguien de afuera. “Me impresiona como el Maruchito une a las personas, le da sentido a una historia trágica que con el tiempo se fue convirtiendo en algo fantástico, en algo en lo que las personas creen. Siempre veo gente en la capilla. Incluso yo cuando paso por el santuario paro, lo saludo. Provoca una atracción, un misterio”.


El lonco

Uno de los alumnos en el turno tarde en esta escuela que une a dos culturas es Emilio Cabrera, lonco de la comunidad mapuche que nuclea a 36 familias desperdigadas en el campo. Mientras avanza en el aprendizaje, le recomienda al director un té de yuyos para que sume al analgésico huinca y le ponga final a la gripe de una vez.

Relojea la tarea en el pizarrón y cuenta que participará como artesano en la procesión del próximo 19, que respeta todo lo que genera el Maruchito y encuadra así aquel crimen: “Esos pibes viajaban con los troperos para poder comer. Antiguamente la gente era muy bruta, muy salvaje. Te daban sin lástima con lo que encontraban, no te miraban como hoy que sos chico”. Y recuerda lo que contaron los bisabuelos: al marucho los troperos lo enterraron bajo el fogón. “Por eso a los que paraban ahí les pasaban cosas malas. Eso se terminó cuando lo sacaron y lo sepultaron. Y ahí fue al revés, ahí nació la leyenda de los milagros.

¿Si yo creo? Nosotros creemos en la Madre Tierra”.

EL lonco y a su lado el maestro de la escuela Julio Serrano

El otro Maruchito

El maestro histórico de Aguada Guzmán es Ricardo Tello, que supo dejar allí su huella. Ahora vive en Cervantes y recuerda detalles estremecedores de la tumba de Pedro Farías, en aquellos tiempos en los que el movimiento comercial pasaba por la región y Neuquén era apenas una estancia con luz, como dice.

“En los años 60 sus huesos estaban a la vista en el cajoncito. Yo tuve la cabeza en mis manos, pero después desapareció. Dicen que se la llevaron unos neuquinos. Le dejaban monedas y yo con eso iba y compraba velas. También le pedí algo, porque en aquellos años era muy difícil que te nombraran docente, no se iba nadie. Hubo un concurso y me presenté con el seudónimo El Maruchito. Quedé. Y elegí ir a Aguada Guzmán”.

Ahí conoció a doña Catalina, la machi de Aguada que crió a Felisa y también le contó que intentó salvarlo y no pudo, que ya estaba muerto. “Pedro Farías tuvo ese final trágico, pero hubo muchos otros maruchos, en general eran huérfanos, guachos de los amoríos de los patrones que soltaban al campo para que se hicieran. Y los maltrataban, los hacían cagar de hambre. Así eran las cosas”.

Ese costado, el de proteger los derechos de los niños, es lo que rescatan los organizadores de las procesiones en Aguada Guzmán. “Todo lo que hacemos, las caminatas, la misa, es por eso, para que no haya más maruchitos, por el derecho a la salud, a la educación, el respeto a la raza y la cultura, que todos los niños son iguales”, dice Delia Guancalleo, que impulsó hace 25 años la primera procesión, cuando se lo propuso un cura asombrado por las muestras de fe en el santuario. Ella, como la mayoría por aquí, cree desde que era chica y le pedía ayuda antes de un examen: “Para nosotros es como un santo protector”.


Los religiosos

El padre Xavier, de cara a la procesión del próximo 19 que partirá a las 8 de la mañana de Aguada Guzmán, señala. “Tiene una primera dimensión: todos somos caminantes, todos somos peregrinos como era el Marucho. Pero hay una segunda dimensión, la de los niños y los mártires”. El diácono Carlos Fernando Churuchet admite que la fe popular es difícil de medir, de dimensionar. “La costumbre de los que transitamos esos caminos es que sí queremos que realmente nos vaya bien, necesitamos parar y referenciarnos al Maruchito para que nos acompañe y proteja en el trayecto”.


Los historiadores

Don Elías Chucair supo pasar varias veces y escuchar historias de milagros y pecados.

Casos como el de los gitanos que se llevaron placas y se les quedó el camión, o el del cura que barreteó tres y tampoco pudo arrancar. O la de Roberto Vacca, conductor del legendario ciclo Historias de la Argentina Secreta, que no sabía y siguió por la 74 en vez de desviarse a la capilla y a los pocos metros se le salió una rueda, perdió un bulón. “Eso le pasó por no parar”, le dijo un paisano a caballo. Después lo fue a ver a don Elías y le pidió que le explicara. Le respondió contándole la historia. Y agregó que es una cuestión de contagio. “Que con tantos hechos uno termina por convencerse”, como dice ahora.

Elias Chucair Maruchito
Jorge Castañeda Maruchito

Algo parecido le pasa a Jorge Castañeda. “La creencia es que aquel que no se detiene indudablemente tiene mala suerte, se le queda el auto, pierde los animales. Y así nace este verdadero mito popular, esta leyenda. La fe es la certeza en lo que no se ve”, dice y recuerda ese detalle que tanto lo impresiona, el de los paisanos que cuentan que hay noches en que se escucha el rasguido de una guitarra entre los algarrobos de Barda Colorada.

Maruchito
Maruchito
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Una coproducción de IUPA Y RIONEGRO