La gran aventura de vivir en la Antártida
Estuvo un año allí y hoy lo cuenta en un libro. El desafío de adaptarse a condiciones extremas.
Diego Saad acaba de presentar un libro en el que describe con palabras y fotos lo que define como su «gran experiencia»: vivir un año en la Antártida. Siempre tuvo inquietud por los desafíos y el respeto que impone el contacto con la naturaleza. De hecho, se recibió de técnico en administración de áreas protegidas, fue guardaparque en el Nahuel Huapi y el Lanín y hoy trabaja como guía de montaña en San Martín de los Andes.
En el 2005 fue convocado para formar parte de la campaña antártica en la base Orcadas. Allí trabajó con los equipos de investigación en la toma de datos y seguimiento de las distintas especies de la fauna existente y su entorno. El objetivo: utilizar esos valores como indicadores ambientales ante posibles cambios que pudieran ocurrir. Luego de cumplir esa tarea, considera que ahora llegó el tiempo de compartir lo vivido. Su libro «Un año de vida en el continente blanco», que acaba de presentar (ver aparte), es un aporte singular para conocer un mundo lejano y solitario. El que sigue es el diálogo que mantuvo con «Río Negro» para contar su experiencia antártica.
-¿Qué motivación interna te llevó a concretar ese desafío?
-Desde mis años en la secundaria, la Antártida era mi fascinación. Siempre me interesaron sus historias, sus características, los grandes enigmas del lugar. En definitiva, tratar de entender cómo era posible vivir en un lugar así. Con el tiempo, cuando supe que podía tener esa chance, mi objetivo fue ir. Y mi vida profesional se orientó a poder cumplirlo.
-¿Qué significaba para vos la Antártida antes del viaje y cómo la visualizás ahora, tras vivir un año allí?
-Desde que comencé a pensar seriamente en el viaje, la Antártida no era tan sólo un lugar imponente sino que además ofrecía un desafío personal. No es lo mismo ir un par de días o 2 ó 3 meses. En ese lapso seguramente se pueden apreciar las mismas maravillas que observé yo. La diferencia es que estar un año permite una visión más introspectiva, del lugar y de uno mismo. No sólo te preguntás cómo será aquello sino que además te intriga saber cómo se adaptará uno a esas condiciones de vida. Ahora siento que la experiencia marcó un antes y un después en mi vida. Uno aprende a mirar mejor un montón de cosas que en la rutina pasás por alto, sobre todo, a valorar mejor el tiempo.
-¿Formabas parte de un grupo que se conoció antes de esta experiencia?
-Éramos 14 personas. Un grupo se conoció unos meses antes de iniciar el viaje pero algunos, como yo, nos integramos en el mismo barco.
-¿Son difíciles las relaciones y la comunicación personal en situaciones climáticas extremas?
-Si uno piensa cómo son las personalidades y las relaciones entre las personas en regiones polares y en regiones tropicales, las conclusiones son obvias. En la Antártida, el período de oscuridad y tanto aislamiento influyen en los estados de ánimo y en las relaciones. Por eso es bueno tratar de mantener el buen ánimo de todo el grupo. La mala relación entre dos personas puede afectar a todos.
-¿Y la comunicación con «el mundo»? ¿Se pierde un poco o al revés, crece la necesidad de mantenerla?
-Las comunicaciones son más importantes que nunca. Es el único contacto que se tiene con las familias, los amigos y el mundo en general. Acortan la distancia y hacen transcurrir el tiempo de forma más amena. Afortunadamente contábamos con internet y eso ayudó mucho en este aspecto.
-Por tus años de trabajo en contacto con la naturaleza se puede decir que ya sabés lo que significa la soledad. ¿Sentiste algo diferente allí? Para ser más gráfico, ¿el silencio de la Antártida es más intenso, la sensación de soledad es más fuerte?
-El silencio, la soledad y el aislamiento que se viven en la Antártida no los había experimentado con tanta intensidad en otro lugar. Las dimensiones de ese continente las hacen más fuertes y agudizan esas sensaciones.
-¿Cuánto duró el mayor lapso en que no pudiste salir a la intemperie?
-En invierno pudo haber pasado una semana sin que saliera, con días de viento de más de 100 km/h y temperaturas de -60°C, pero siempre tratábamos de salir.
-La ropa, ¿qué es lo que hay que usar en un típico día de invierno?
-Varias prendas: dos camisetas, dos polares de abrigo, una campera y una parca de abrigo. Así me vestí el día en que salimos con más frío, pero no era lo habitual. Una vez que te acostumbrás al clima no es necesario tanto abrigo.
-¿Se come bien?
-Se come muy bien, con muchas calorías. La base principal eran la carne y pastas. Muchos volvieron con varios kilos de más.
-Describí brevemente la Antártida en invierno y en verano.
-En verano todo el día es de día, con luz plena y trabajo intenso. Se hacen salidas al terreno, a pie o en bote, en busca de las colonias de animales sobre las que hay que trabajar, a veces durmiendo en refugios o regresando a la base. Y en invierno, mucha oscuridad, sólo cinco horas diarias de luz, poco trabajo afuera, ya que desde el mes de abril la fauna emigra completamente hasta la primavera siguiente; por lo tanto, pasás mucho tiempo recluido en las instalaciones de la base. Las salidas eran de reconocimiento del terreno y de corta duración.
-¿Cuáles fueron tus momentos de mayor felicidad y tristeza?
-El primero y más excitante fue el día del arribo, desde el rompehielos Almirante Irízar ver la base Orcadas y sentir que el sueño era realidad. Y el segundo fue cuando la dotación saliente y el personal de mantenimiento abandonaron la base al terminar el verano. Quedamos sólo las 14 personas que viviríamos el resto del año, poniendo a prueba nuestro temple, nuestro cuerpo y nuestra mente.
JOSÉ DENINO
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