Kant y «el corralito»
Por Lorenzo Waldemar García
Quienes por falta de información, de reflejos o inexplicable ingenuidad quedamos atrapados con nuestros ahorros en plazos fijos, reaccionamos frente a la realidad del despojo con conductas variopintas que oscilan entre la violencia del «escrache» y los cacerolazos, los intentos heroicos por obtener la restitución a cualquier precio, la autoflagelación y el llanto, o la más civilizada de accionar judicialmente, pese a la menguada confianza pública en la Justicia.
Personalmente, tras transitar por casi todos los estadios mencionados, me dio por filosofar. Recordé entonces aquella regla de oro en la que Kant basó su ética práctica: actúa de forma tal que tu conducta pueda ser elevada a máxima de comportamiento universal. Esto se ensambla con la garantía constitucional de igualdad ante la ley, que impide otorgar a unos lo que no puede darse a otros en las mismas condiciones. Colisiona con la actitud tan argentina -y humana, si se quiere- de salvarse solos, y los demás que se arreglen como puedan. De ahí que los «vivos», informados o intuitivos, lograron sacar 20.000 millones de dólares antes de la debacle, al par que la provocaban.
¿Dónde está el dinero de los aproximadamente 1.280.000 pequeños ahorristas? Los «avisados» -con ahorros superiores a los 250.000 dólares, lograron ponerlos a salvo «off shore» con la complicidad de los bancos. El 20% está en títulos públicos poco confiables y una buena proporción prestada a unas 1.200 empresas, muchas de las cuales atraviesan por serias dificultades económicas (ver Ana Alé, El Dipló, febrero 2002). También informó «Página 12» un incremento del 60% en las remesas de ganancias de los bancos extranjeros en el 2001 respecto del anterior. En una palabra: los dólares no están, ni es fácil conseguirlos.
La posibilidad de conseguirlos del FMI es remota por los condicionamientos del organismo a ajustes imposibles (países que no aceptaron las condiciones del Fondo, como Malasia en 1998, sufrieron menos daño en su economía que los que se sometieron a ellas, Anthony Faiola, en el «Washington Post» del 26 de enero del 2002).
Hans Kelsen, iusfilósofo alemán, distinguía ontológicamente el mundo «del ser», del «deber ser»: el primero está dado por la realidad de las cosas, en tanto que en el segundo -en que se mueve fundamentalmente la Justicia- se refiere a lo que el orden jurídico prescribe como legal. El juez reconoce y declara el derecho -a cobrar un pagaré, a recibir una indemnización, etc.-, pero que esos derechos puedan hacerse efectivos depende «del mundo del ser» -que el deudor sea solvente, que quien atropelló con su automóvil tenga seguro o algún bien embargable-. Si la realidad no se corresponde con el derecho, las sentencias judiciales condenatorias sólo sirven para ponerles un marco y colgarlas de la pared, vale decir, de adorno.
En las relaciones privadas, mientras el deudor es solvente -o aparenta serlo-, rige el principio que premia la diligencia del acreedor: «El primero en el tiempo, primero en el derecho». El que embarga primero, cobra; el que se demora, pierde. Pero en los casos de insuficiencia patrimonial, en que se recurre a los llamados procesos concursales, rige el principio de paridad: la idea es que todos cobren en proporción de sus créditos, sobre lo que se obtenga de la liquidación del patrimonio del deudor. En la práctica, como sabrán los que tuvieron la frecuente experiencia de ser atrapados por una quiebra, los acreedores comunes (denominados con el horripilante nombre de «quirografarios») generalmente cobran poco o nada.
El fallo de la Corte Suprema que declaró la inconstitucionalidad del «corralito», pese a la sospecha de haber respondido a las presiones de los cacerolazos, resulta impecable en su fundamentación jurídica. En el mundo del «deber ser», el aparente despojo de nuestros ahorros puestos en dólares billetes contraría los términos de la contratación privada y excede los límites razonables reconocidos jurisprudencialmente a la legislación de emergencia. Tal pronunciamiento del más alto tribunal de la república ha alentado la interposición de decenas de miles de amparos y medidas autosatisfactorias, ofreciendo a los colegas abogados un interesante «filón» profesional, apareciendo rápidamente algunos estudios «especializados». El intento es válido -aunque siempre estamos en el campo del «salvarse solos»- y hasta podría ser recomendado como catarsis o desahogo emocional por algún psicólogo avezado en crisis emocionales provocadas por la emergencia.
Pero el mundo kelseniano «del ser» se impondrá con todo el peso de la realidad cuando llegue el momento de «ejecutar» las decenas de miles de sentencias que «declararán», previsiblemente, el derecho a obtener la restitución de los plazos fijos: los bancos aducirán la imposibilidad de cumplir y exhibirán sus arcas vacías para demostrarlo. ¿Qué pasará después? Pueden quebrar o ser liquidados por el Banco Central según la ley de Entidades Financieras. ¿Puede obligarse a las casas matrices a aportar fondos, aplicando la doctrina del caso Swift con el grupo Deltc? Sí, pero países como Estados Unidos no aceptan las decisiones judiciales extranjeras y sus tribunales tienen sentada jurisprudencia en contrario. ¡Otra vez el maldito «mundo del ser»!
Mi conclusión luego de tantas cavilaciones que matizan mis noches de insomnio es que tenemos derecho, hemos sido defraudados, pero tal vez nos convenga conformarnos con «lo posible» antes que arriesgarnos a perderlo todo -o tal vez, de encontrar el vericueto que nos permita recuperarlo todo y que Kant se fastidie. La decisión es personal. Estas líneas sólo tienen el propósito de ayudar a la reflexión.
Quienes por falta de información, de reflejos o inexplicable ingenuidad quedamos atrapados con nuestros ahorros en plazos fijos, reaccionamos frente a la realidad del despojo con conductas variopintas que oscilan entre la violencia del "escrache" y los cacerolazos, los intentos heroicos por obtener la restitución a cualquier precio, la autoflagelación y el llanto, o la más civilizada de accionar judicialmente, pese a la menguada confianza pública en la Justicia.
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