Julio Chávez, un actor consciente

Teatro, cine, televisión, todos los medios son válidos para que demuestre su ductilidad y calidad actoral. Con el reestreno de “Ella en mi cabeza” fresco, Julio Chávez habló con “Río Negro Espectáculos” sobre su oficio.

En “Ella en mi cabeza”, la primera pieza teatral que Oscar Martínez escribió y dirigió en el Complejo La Plaza –una de las mejores propuestas de la pasada temporada porteña que recomenzó en la sala Pablo Neruda el 5 de enero– Julio encabeza el elenco que completan Juan Leyrado y Natalia Lobo. Dos horas antes de la función, Chávez llega y se sumerge en el camerino; prepara la musculatura, calienta cuerdas vocales, repasa parlamentos que siente dificultosos, se concentra rigurosamente. Ritual en soledad.  Desde que comenzó a actuar en “El lazarillo de Tormes” en 1976, Julio dirigió la creación colectiva “Rancho (una historia aparte)” en el San Martín, también “Maldita sea (la hora)” y “Angelito Pena”. Es escenógrafo, guionista, maestro de actores, pintor y escultor. Participó en “El cuidador” de Harold Pinter; ganó los premios María Guerrero y ACE con el sirviente de “El vestidor” (’97) junto a Federico Luppi. A los 19, dejó la tira que hacía Nené Cascallar en Canal 9, porque sentía que el personaje lo superaba. “Entendí que no podía aprender y estar bien, a la vez. Hay momentos para el aprendizaje y formarse significa, a veces, no poder resolver. Festejo años de sometimiento voluntario y consciente, en pos de haber aprendido algo. Algún maestro me dijo que en tal espectáculo estuve bien y no lo estaba, o no entiendo desde dónde me veía así. Mucha gente me ha dicho: “Julio, no jodas, ya está, alejate de Augusto Fernandes”, pero nunca entendí por qué… Hoy aplaudo mi decisión de haberme sometido voluntariamente a sus enseñanzas, sabía que ese hombre tenía el conocimiento para ayudarme a armar alguna herramienta –grande, pequeña, no importa– para operar luego con autonomía y libertad en mi oficio. Diecisiete años, veinte, no tienen importancia; fue un festejo ese tiempo. Cuando sentí que para usarla, su presencia me iba a ser hostil, me alejé”. Chávez nació en Buenos Aires en 1956 y a los 18, ingresó al Conservatorio de Arte Dramático. Estudió con Fernandes, Luis Agustoni, Agustín Alezzo, Carlos Gandolfo. Hizo el Renzo Márquez de “Epitafios” con Cecilia Roth, primer programa de ficción realizado por Pol-ka para HBO Latinoamérica. En cine, tuvo el rol central en “Un oso rojo” (2002) de Adrián Caetano y actuó en “No toquen a la nena” (’76) de Juanjo Jusid, “Señora de nadie” de María Luisa Bemberg (’84), “La película del rey” de Carlos Sorín y la ópera prima de Lita Stantic, “Un muro de silencio”. Actualmente, sigue rodando en Entre Ríos “El otro”, de Ariel Rotter, en la que es protagonista, cosa que también hizo en el 2005 con la película “El custodio”, coproducción con Alemania, Francia y Uruguay que fue elegida para participar en la competencia del Festival de Berlín este año.  Dos meses antes de comenzar los ensayos de “Ella, en mi cabeza”, Julio ya sabía la letra íntegra. “Estaba preocupado pensando cómo resultaría ser dirigido por otro actor que a mí me gusta y he seguido en casi todos sus trabajos… ¡Uy!, pensé, ¿me dejará actuar? Tenía una frase en la punta de la lengua: ‘¡Oscar, dejame de embromar, subí, hacelo vos y listo!’ No tuve la menor necesidad de decirla, porque nunca me hizo sentir ninguna de las situaciones que podrían haber derivado en tensión entre director y actor. Por el contrario, Oscar –y ahora te hablo como director– conoce exactamente el oficio actoral porque lo ha experimentado. Ponerme a su servicio fue un viaje sumamente placentero. Cosa en la que también me temía, porque yo dirijo, escribo… Me dije: más vale que me baje del caballo y lo ponga a él arriba”. –Cada uno su rol. –Aprendí mucho y al estrenar estaba bien concentrado en mi tarea, muy ayudado por Oscar. Los tres actores (inicialmente Soledad Villamil cubrió el rol femenino) tuvimos claridad por parte del director, sobre qué debía pasar. Siempre pienso: el día del estreno quiero justificar por qué estoy en el escenario. Puede irme mal, pero eso no significa que no trabajé, sino que aún no llegué, que el viaje fue difícil, con complicaciones. Lo que salió yate del puerto, llegó bote hecho bolsa. Pasa… –Termina la función y, cuando te adelantás en escena, una ovación invade la sala. –(Busca la idea unos segundos en silencio) Para mí es como el postre. No diría que trabajo para eso, pero sí que cuando concluye la tarea, siento que es un lindo premio. Al mismo tiempo, como dijo Mefistófeles a Fausto, “si hay algún momento de la vida donde quieras detenerte, di, ‘detente vida’ y en ese momento tu alma va a ser mía”. Cuando escucho esos aplausos, una tendencia mía quiere que eso se detenga por siempre. Por suerte, puedo resistirme a la tentación porque además sé que si bien es muy lindo, pasa. Aunque sostiene ciertos asuntos. Si en algún momento, logro o no estar bien en el material (de la obra) es por el trabajo consciente que hago. Y la conciencia de la tarea realizada no es pasajera. Que el árbol de mucha o poca fruta, la manzana sea deliciosa o esté verde, no habla de que yo desconozca el proceso; después hay avatares… Pase lo que pase, voy a volver a producir porque tengo el conocimiento para ello. Como humanos, tenemos decisión, conciencia, autonomía. Sé lo que hago en el escenario, y si eso me lleva a la ovación que mencionaste, se goza mucho. Lo que más disfruto es saber qué estoy haciendo, conocer un poco más de mi oficio. Ese es el gran premio que me llevo de una obra. Sé algo más como actor, sé un poco más de mí y de ciertas cuestiones técnicas del trabajo. Gozo cuando me vienen millones de palabras de mis maestros que compruebo en el escenario; recuerdo cuándo me lo dijo, cuándo lo leí en tal autor. Estoy haciendo la experiencia interior de algo que no es sólo mío, sino de todas las personas que están en la esencia del teatro. Eso tampoco es pasajero… –Imaginaba, siguiendo tus metáforas, que la ovación, el aplauso final, es como llegar a puerto y encontrar al ser querido que espera. –Sí, sí. El teatro tiene algo positivo, le dice sí a lo humano. Y, para mí, el encuentro del espectador con un hecho de tales características, le produce alegría y también le recuerda que no todo es una porquería. Estamos rodeados de cosas feas, aparentemente, y digo así porque la mayoría no lo son; parece que todo es un desastre. Cuando el espectador va al teatro y se topa con un actor o actores –en nuestro caso– que le producen una comunicación positiva que reivindica la vida, la expresión, se siente contento de aplaudir. Aplaude algo humano, se está aplaudiendo a sí mismo.


En “Ella en mi cabeza”, la primera pieza teatral que Oscar Martínez escribió y dirigió en el Complejo La Plaza –una de las mejores propuestas de la pasada temporada porteña que recomenzó en la sala Pablo Neruda el 5 de enero– Julio encabeza el elenco que completan Juan Leyrado y Natalia Lobo. Dos horas antes de la función, Chávez llega y se sumerge en el camerino; prepara la musculatura, calienta cuerdas vocales, repasa parlamentos que siente dificultosos, se concentra rigurosamente. Ritual en soledad.  Desde que comenzó a actuar en “El lazarillo de Tormes” en 1976, Julio dirigió la creación colectiva “Rancho (una historia aparte)” en el San Martín, también “Maldita sea (la hora)” y “Angelito Pena”. Es escenógrafo, guionista, maestro de actores, pintor y escultor. Participó en “El cuidador” de Harold Pinter; ganó los premios María Guerrero y ACE con el sirviente de “El vestidor” (’97) junto a Federico Luppi. A los 19, dejó la tira que hacía Nené Cascallar en Canal 9, porque sentía que el personaje lo superaba. “Entendí que no podía aprender y estar bien, a la vez. Hay momentos para el aprendizaje y formarse significa, a veces, no poder resolver. Festejo años de sometimiento voluntario y consciente, en pos de haber aprendido algo. Algún maestro me dijo que en tal espectáculo estuve bien y no lo estaba, o no entiendo desde dónde me veía así. Mucha gente me ha dicho: “Julio, no jodas, ya está, alejate de Augusto Fernandes”, pero nunca entendí por qué... Hoy aplaudo mi decisión de haberme sometido voluntariamente a sus enseñanzas, sabía que ese hombre tenía el conocimiento para ayudarme a armar alguna herramienta –grande, pequeña, no importa– para operar luego con autonomía y libertad en mi oficio. Diecisiete años, veinte, no tienen importancia; fue un festejo ese tiempo. Cuando sentí que para usarla, su presencia me iba a ser hostil, me alejé”. Chávez nació en Buenos Aires en 1956 y a los 18, ingresó al Conservatorio de Arte Dramático. Estudió con Fernandes, Luis Agustoni, Agustín Alezzo, Carlos Gandolfo. Hizo el Renzo Márquez de “Epitafios” con Cecilia Roth, primer programa de ficción realizado por Pol-ka para HBO Latinoamérica. En cine, tuvo el rol central en “Un oso rojo” (2002) de Adrián Caetano y actuó en “No toquen a la nena” (’76) de Juanjo Jusid, “Señora de nadie” de María Luisa Bemberg (’84), “La película del rey” de Carlos Sorín y la ópera prima de Lita Stantic, “Un muro de silencio”. Actualmente, sigue rodando en Entre Ríos “El otro”, de Ariel Rotter, en la que es protagonista, cosa que también hizo en el 2005 con la película “El custodio”, coproducción con Alemania, Francia y Uruguay que fue elegida para participar en la competencia del Festival de Berlín este año.  Dos meses antes de comenzar los ensayos de “Ella, en mi cabeza”, Julio ya sabía la letra íntegra. “Estaba preocupado pensando cómo resultaría ser dirigido por otro actor que a mí me gusta y he seguido en casi todos sus trabajos... ¡Uy!, pensé, ¿me dejará actuar? Tenía una frase en la punta de la lengua: ‘¡Oscar, dejame de embromar, subí, hacelo vos y listo!’ No tuve la menor necesidad de decirla, porque nunca me hizo sentir ninguna de las situaciones que podrían haber derivado en tensión entre director y actor. Por el contrario, Oscar –y ahora te hablo como director– conoce exactamente el oficio actoral porque lo ha experimentado. Ponerme a su servicio fue un viaje sumamente placentero. Cosa en la que también me temía, porque yo dirijo, escribo... Me dije: más vale que me baje del caballo y lo ponga a él arriba”. –Cada uno su rol. –Aprendí mucho y al estrenar estaba bien concentrado en mi tarea, muy ayudado por Oscar. Los tres actores (inicialmente Soledad Villamil cubrió el rol femenino) tuvimos claridad por parte del director, sobre qué debía pasar. Siempre pienso: el día del estreno quiero justificar por qué estoy en el escenario. Puede irme mal, pero eso no significa que no trabajé, sino que aún no llegué, que el viaje fue difícil, con complicaciones. Lo que salió yate del puerto, llegó bote hecho bolsa. Pasa... –Termina la función y, cuando te adelantás en escena, una ovación invade la sala. –(Busca la idea unos segundos en silencio) Para mí es como el postre. No diría que trabajo para eso, pero sí que cuando concluye la tarea, siento que es un lindo premio. Al mismo tiempo, como dijo Mefistófeles a Fausto, “si hay algún momento de la vida donde quieras detenerte, di, ‘detente vida’ y en ese momento tu alma va a ser mía”. Cuando escucho esos aplausos, una tendencia mía quiere que eso se detenga por siempre. Por suerte, puedo resistirme a la tentación porque además sé que si bien es muy lindo, pasa. Aunque sostiene ciertos asuntos. Si en algún momento, logro o no estar bien en el material (de la obra) es por el trabajo consciente que hago. Y la conciencia de la tarea realizada no es pasajera. Que el árbol de mucha o poca fruta, la manzana sea deliciosa o esté verde, no habla de que yo desconozca el proceso; después hay avatares... Pase lo que pase, voy a volver a producir porque tengo el conocimiento para ello. Como humanos, tenemos decisión, conciencia, autonomía. Sé lo que hago en el escenario, y si eso me lleva a la ovación que mencionaste, se goza mucho. Lo que más disfruto es saber qué estoy haciendo, conocer un poco más de mi oficio. Ese es el gran premio que me llevo de una obra. Sé algo más como actor, sé un poco más de mí y de ciertas cuestiones técnicas del trabajo. Gozo cuando me vienen millones de palabras de mis maestros que compruebo en el escenario; recuerdo cuándo me lo dijo, cuándo lo leí en tal autor. Estoy haciendo la experiencia interior de algo que no es sólo mío, sino de todas las personas que están en la esencia del teatro. Eso tampoco es pasajero... –Imaginaba, siguiendo tus metáforas, que la ovación, el aplauso final, es como llegar a puerto y encontrar al ser querido que espera. –Sí, sí. El teatro tiene algo positivo, le dice sí a lo humano. Y, para mí, el encuentro del espectador con un hecho de tales características, le produce alegría y también le recuerda que no todo es una porquería. Estamos rodeados de cosas feas, aparentemente, y digo así porque la mayoría no lo son; parece que todo es un desastre. Cuando el espectador va al teatro y se topa con un actor o actores –en nuestro caso– que le producen una comunicación positiva que reivindica la vida, la expresión, se siente contento de aplaudir. Aplaude algo humano, se está aplaudiendo a sí mismo.

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