Hacia la privatización del poder

Por Aleardo F. Laría

Hace pocos días, en una declaración pública, el Comité Federal del radicalismo caracterizaba al sistema de convertibilidad como «una trampa de la que no es posible salir». ¿Cuál es exactamente el alcance de esta metáfora? ¿Cómo aceptar, sin intranquilizarse, que en un sistema democrático el partido en el gobierno acepte públicamente, en aparente actitud de resignación, que está metido en una «trampa» y que no obstante nada puede hacer para salir de ella? ¿Cuál es el calado político de esas ataduras? El tema, por su gravedad, merece alguna reflexión.

En primer lugar, conviene identificar las circunstancias que aparentemente impiden al país salir de «la trampa». Con toda probabilidad los radicales se han querido referir a la dificultad de modificar el 1=1 de la convertibilidad. En opinión del economista Guillermo de la Dehesa, «una devaluación equivaldría a una bancarrota por parte del Estado y de muchas empresas, con lo que el sector privado no podría tampoco acudir a los mercados internacionales de capitales y la huida de capitales y la recesión serían enormes». La Argentina estaría por lo tanto en una situación de dependencia similar a la de otras economías que se abrieron al flujo irrestricto de los capitales financieros internacionales. John Gray pinta el siguiente cuadro de la economía neozelandesa: «La reestructuración de la economía de Nueva Zelanda la abrió a los flujos de capital desregulados, lo que confirió al capital transnacional un poder de veto efectivo sobre la política pública. Allí donde se percibía que las políticas públicas podrían afectar la competitividad, las ganancias y la estabilidad económica, era posible sofocarlas con la amenaza de la fuga de capitales. Con ello, las reformas neoliberales se volvieron políticamente irreversibles. No sólo se desmantelaron y abandonaron los objetivos de las políticas públicas anteriores, sino que se eliminaron como posibles opciones de la práctica democrática. La meta de esta revolución era separar de manera irreversible la política neoliberal del control democrático de la vida política».

Los apologistas del modelo ultraliberal de capitalismo anglosajón atribuyen las críticas a los excesos en la desregulación de mercados a la ceguera de una abigarrada confederación de intelectuales nostálgicos, alfonsinistas impenitentes, obispos, sindicalistas y políticos populistas. «No existe otra opción», aseguran, y de abandonar el actual modelo «la Argentina se dirigiría hacia un nuevo fracaso». Este catastrofismo es un modo dogmático, casi religioso -paradojal en personas de perfiles seculares-, de sustraer unos debates que debieran ser normales en el marco de una democracia consolidada. Valga el ejemplo de Gran Bretaña. Es un informe emanado de una oficina del propio gobierno el que alerta acerca del derrumbe industrial del país si no se ingresa en el euro y se corrige la sobrevaloración de la libra. Según ese informe, miles de puestos de trabajo se pierden en el Reino Unido por seguir la estela del dólar.

Es evidente que en el período menemista se abordaron problemas recurrentes de la economía argentina que requerían urgente solución: el problema de la hiperinflación, de las ineficiencias insoportables de las empresas públicas, de los espacios corporativos de privilegios injustificados, de una mayor y conveniente apertura de la economía argentina. Pero algunas de esas reformas, por el sesgo ideológico con que fueron formuladas, han dado lugar a fenómenos notorios de ineficiencia macroeconómica e inequidad distributiva, probablemente por ignorar, como afirma Ffrench-Davis, «las posibilidades intermedias entre los extremos de liberalización indiscriminada y el intervencionismo arbitrario». Las políticas económicas admiten múltiples formulaciones técnicas y deben ser objeto de evaluación constante. Deben contrastarse sus resultados y abandonar aquellas que queden obsoletas o se muestren ineficaces. Es el modo de actuación corriente que adopta cualquier empresario responsable en el manejo de sus políticas de empresa que son objeto de ajuste, cambio o actualización permanente. Como señala Juan Carlos Portantiero, es cierto que en el mundo actual las restricciones que operan sobre la política como instrumento de transformación social son enormes y ésa parece ser la coartada predilecta de los que se solazan con los «ajustes» en pos de la credibilidad de los económicamente poderosos. El lenguaje de la tecnocracia siempre supone que frente a un problema hay sólo una buena solución. Pero la crisis, en cambio, abre la opción entre alternativas, aunque los márgenes sean estrechos y, por lo tanto, despliega el juego de la voluntad política y no la lógica férrea de la necesidad técnica, nunca neutral frente a los intereses.

Resulta intolerable entonces que las políticas públicas queden secuestradas, a merced de «los mercados», unas fuerzas anónimas que en realidad no representan más que la opinión de un minúsculo grupo de histéricos gestores de fondos colectivos de inversión. Esta privatización del poder, esta pretensión de eliminar la capacidad del Estado para optar entre diferentes políticas macroeconómicas, no puede ser aceptada. Amartya Sen se preguntaba en las páginas de este periódico ¿por qué es importante la democracia? Y respondía sugiriendo tres razones: primero, la democracia y las libertades políticas asociadas son partes importantes de la libertad humana en general. Segundo, la democracia puede servir para fortalecer la atención política que recibe la gente vulnerable; los gobernantes tienen que escuchar la expresión de las necesidades, las frustraciones, las quejas que pudiera tener el pueblo. Tercero, la democracia ayuda a establecer las prioridades a través de la discusión pública abierta y la participación responsable de todos.

El programa democrático que alienta Sen no es compatible con un sistema donde las opiniones quedan obturadas por las exigencias de los mercados financieros. Si los impulsores de las políticas neoliberales han pretendido armar trampas para mantener cautiva la opinión pública y hacer sus medidas irreversibles, debe denunciarse tal pretensión por ser una fantasía reaccionaria irrealizable. Ahora bien. Es tal vez más importante que tengamos la convicción de que en un sistema democrático nadie debiera proclamar, sin caer en un error, de que existen trampas «de las que no se puede salir».


Hace pocos días, en una declaración pública, el Comité Federal del radicalismo caracterizaba al sistema de convertibilidad como "una trampa de la que no es posible salir". ¿Cuál es exactamente el alcance de esta metáfora? ¿Cómo aceptar, sin intranquilizarse, que en un sistema democrático el partido en el gobierno acepte públicamente, en aparente actitud de resignación, que está metido en una "trampa" y que no obstante nada puede hacer para salir de ella? ¿Cuál es el calado político de esas ataduras? El tema, por su gravedad, merece alguna reflexión.

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