Gritos del naufragio

Esta vez lo haré. Basta de nostalgias, de romanticismo literario. No los toco nunca, aunque debería decir que no las toco nunca, porque ya no son libros, son hojas sueltas. ¿Y dónde se metieron? Estoy segura que en esta enorme caja de cartón, porque le diré: no es la primera vez que encaro esta penosa rutina, tratando de limpiar una habitación que necesito, de tirar todo esto, convertido en un depósito. “Libro: grupo de obras manuscritas o impresas ordenadas para la lectura”. Claro, trate usted de leer hoja por hoja separadas, de tamaño pequeño o mediano, y que estén ordenadas, y que verifique que no lo están y que se perdieron varias, o se escaparon… Soy descuidada, tiene razón. Alguna vez fueron libros flamantes, con olor a libro, ese olor indescriptiblemente placentero de las librerías. Malas ediciones, es cierto, y cuando en vez de usar un señalador me he limitado a poner el libro boca abajo… ¡Ya entreveo el montón de hojas! ¿Y qué es esto? Otras hojas, montones de otras hojas. Colores y formas ingenuas. “Para mi tía Beba, con cariño”. “Tía Beba, te amo”. Testimonios de los niños de la familia, maravillas de afecto. Explosivas. Ahora tienen… ¿cuántos años? Y sus propios retoños, y también hay globitos y flores de ellos. ¿Los voy a tirar? Basta. Vamos a los libros. Al naufragio de los libros. “Amy tiró a Elliot de la manga. “Irse ahora. Tierra mala”, expresó”. Sí. Estoy en “Congo”, de Michael Crichton. Amy es la chimpancé que maneja precariamente nuestro lenguaje. No me dejes, grita Congo. Dejo esas hojas. Lo callo. *** Dijo al fin Legolas: “Habla y reanímate, y ahuyenta las sombras. ¿Qué ha pasado desde que llegamos en la mañana gris a este lugar siniestro?”. He leído y releído tanto esta saga, “El señor de los anillos”, de J. R. Tolkien; una cátedra sobre el uso del poder y sus consecuencias. Grita Legolas, el elfo. Grita Gandalf, el mago. Lo dejo. Los callo. “A seis millones de años de distancia, en la habitación sin puertas, Elizabeth y Brede dormían. El conocimiento anticipado de las cosas, como había sospechado Elizabeth todo el tiempo, no había hecho más que empeorarlas”. Julian May, “Saga del exilio en el plioceno”. Jamás volví a conseguir esta maravilla de ciencia ficción, escrita por una mujer. Llegó cuando entraba de todo, ¡incluso libros! Ni por “mercado libre.com”. Nada. No me tires, suplica, no me vas a encontrar. Dejo estas hojas. Las dejo en el mismo lugar, como las otras. Estoy irritada conmigo, estoy harta de estas cajas que huelen a polvo, estoy irritada de mis ataduras a estos seres que, no bien leo un párrafo, cual si se abriera la puerta de una habitación atestada, gritan, se yerguen, batallan, se abrazan. Viven cada vez que los convoco con mis manos y mis ojos y mi mente y mi alma. “Y por qué guardás los originales del diario de ‘Clave de Y’, los esbozos en manuscrito”, susurra una vocecita que conozco muy bien. “Porque son parte tuya, y sabés que todas juntas, esas hojas, hacen un libro o dos, y soñás que quizás, alguna vez…”. No, no, señorita. Voy a limpiar esta habitación, lo haré ahora mismo y... cállense, cállense.

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