Ganarle al tiempo: un día sin WhatsApp

En esta oportunidad, la psicopedagoga Laura Collavini reflexiona respecto al apagón de redes ocurrido a principios de semana, y de qué forma la “agenda digital” nos ata a un ritmo que nos esclaviza.

Estoy siempre con mil cosas, como la mayoría de nosotros. Me levanto muy temprano y una de las primeras cosas que hago es revisar el celular. Ducha, desayuno y ya voy organizando los tiempos en mi mente de las tareas que tengo que hacer. Soy multifacética, lo admito. Me gusta. El celular es mi aliado… y mi esclavo. Me ayuda a organizar más rápido todo, a estar informada, conectada, híper conectada.


Cada vez suena más seguido. Una alarma, un recordatorio, WhatsApp de muchos grupos, demasiados. Pero en algunos casos me cuesta desprenderme, porque “así estoy informada”.

Llegan las 20 y mi celular pasa del escritorio a la cocina. Preparo la cena chequeando mensajes, respondiendo, pensando. Eso. Pensando. Porque no le estoy contestando a mi amiga que me dice cuándo vamos a caminar. Sigo respondiendo cuestiones laborales. Me encantan, es mi pasión, sí. Y por esa misma razón me cuesta poner límites. Pienso, pienso. Mi cabeza no para ni se desconecta. Todos los días es así. Hasta que llegan vacaciones. En definitiva, tengo que admitir que estoy siendo una esclava de la conectividad.

Pero un día sucedió algo diferente. El 4 de octubre del particular 2021 estaba en el consultorio. Intenté mandar un WhatsApp. No salía el mensaje. Esperé un rato. Aproveché para hacer otras cosas. Volví. Seguía sin salir. Seguí haciendo otras cosas. Volví a los minutos y observando que seguía la misma situación empecé a hacer las maniobras que todos conocemos tan bien: verificar la red, cambiarse de lugar, apagar y prender el celu, llamar a la compañía. Empezaba a sentir una cierta sensación extraña. Como si estuviera en otro mundo. De un minuto a otro mis costumbres diarias de trabajar y comunicarme con familia y amigos por esta modalidad desaparecieron. En un instante me sentí sola, pero quise controlar mi ansiedad y cuando un contestador de la empresa de telefonía me afirmó que varias aplicaciones estaban caídas, me quedé tranquila sabiendo que no era un problema mío, que no estaba solitaria en esta experiencia. Volví a sentirme parte.

Rápidamente pensé en cómo podrían comunicarse conmigo si me necesitaban. Las llamadas funcionaban, así es que me propuse experimentar esos tiempos sin híper conexión. Me relacioné con otros espacios sin la interrupción de ese sonido que me provoca ansiedad. Comencé las consultas. Siempre estoy desconectada del mundo exterior en esos horarios. Al terminar, verifiqué que nada había regresado.


¿Estaba en el 2000? ¿Hace cuánto tiempo que empecé a asumir que el celular era la extensión de mi cuerpo? No recuerdo. En forma llamativa, todo pareció más armonioso. Claramente no era el exterior, aunque se escuchaba menor cantidad de ruidos.

La que estaba en armonía era yo. Sin la ansiedad de responder de forma instantánea. Sin darme tiempo a otras cosas. Me impactó lo que pude hacer sin WhatsApp. Las tareas sin terminar que logré hacer con tanta conciencia en poco tiempo y con gratificación.

“¿Y si esto dura?” Pensé. “¿Si nunca más nos conectamos así?” Escuchaba la radio y no había otro tema de conversación. Me impactó. Afortunadamente mi hijo salió del colegio desconociendo esta noticia. Lo hizo transpirado y con la rara imagen del barbijo asfixiando sus neuronas. No me acostumbro a vernos así. Otra imagen que ya no creo que sea necesaria. Le di un beso y le saqué el barbijo, sintiendo que liberaba su rostro y veía sus gestos, su estado de ánimo.

“¿Y si hoy es el primer día de un cambio de era?”, seguí pensando. Como si al soltar la atadura que ya no cuida, sino reprime, símbolo de la inequidad, contradicción y descuido una vez más a la infancia.

Relacioné entonces el barbijo con el WhatsApp. Ambos pueden ayudar como esclavizar. Como cualquier elemento, depende cómo lo utilicemos. Comparto entonces con ustedes, lectores, algunas dudas que me siguen surgiendo inevitablemente.


¿Por qué los estudiantes siguen con barbijos en las escuelas y las canchas llenas? ¿Por qué no se puede salir a la calle sin barbijo pero no en las escuelas? ¿Molesta la gesticulación de los niños y adolescentes? ¿Las preguntas enunciadas altas y claras? ¿Fastidia la energía que se emana de sus sonrisas? ¿Por qué no hay nuevos protocolos? ¿Por qué siguen sin arreglar las escuelas y suspenden sistemáticamente por falta de agua, gas, jornada, feriados extraños? ¿Será que no hay energía para pensar en la infancia?

Asocié, claro. La falta de conexión fue mi hilo conductor. Conectar con lo esencial, con lo perdurable. Conectar con mi propia respiración, mi sensación que marca el cuerpo, con el canto del pájaro, con el viento que de repente sopla fuerte y me despeina.

Aproveché la desconexión para sacarme el barbijo. Disfruté que no sonaba el pitido insistente y me relajé. Cuando finalmente regresó, no sé si me alegré. Percibí nuevamente la necesidad de la inmediatez.

Agradezco ese día. Quisiera que vuelva. Como supongo que no puedo manejar esa instancia, reflexioné lo posible. Coordinar yo lo que necesito. Decidí que mi teléfono se apagará más temprano. Me voy a conectar con los olores de la cena, con la noche de primavera y con los movimientos y diálogos cara a cara que tanto amo y me alimentan.


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