Formación policial: hacia un nuevo contrato social tras la muerte de un aspirante al COER
La muerte del joven Mandagaray revela que las prácticas vejatorias están arraigadas. La enseñanza y capacitación de agentes no puede ser brindada en espacios cerrados y autosuficientes. Deben abrirse y nutrirse de otras instituciones.
En la totémica década de los 90, donde casi no queda un metro cuadrado de historia, de memoria, sin discutir, sin embargo existe un consenso bastante amplio respecto que uno de los activos del período fue el fin del Servicio Militar obligatoria, a.k.a. “Colimba”. A su vez, otra cosa fuera de duda, es que el cierre de esa arquitectura estatal vaciada de sentido y repleta de marcas de los años del autoritarismo y el partido militar como vara del pretor, tuvo que ver con la muerte del conscripto Omar Carrasco en 1993.
El caso, en absoluto aislado, saltó a la fama por mostrar de manera obscena el funcionamiento de una institución tenebrosa como era la Colimba por aquellos años. La especial oscuridad que lo rodeó, las irregularidades en la investigación y, en definitiva, la forma palmaria y desgarrada en que exhibió las inercias autoritarias de las Fuerzas Armadas, lo volvieron prototípico. En torno al Caso Carrasco y sus esquirlas se generó, de hecho, una suerte de nuevo contrato social sobre la cuestión militar que tuvo otro pico el 29 de abril de 1995 con el pedido de disculpas por televisión del General Martín Balza.
Sin embargo, en las fuerzas de seguridad, especialmente en el renglón de la formación policial, casos de igual gravedad que el de Omar Carrasco siguen acumulándose en una triste continuidad. El 15 de abril de este año volvió a tocarle a la provincia de Río Negro con la muerte de Gabriel Mandagaray. Aquel día, el joven, en el contexto del entrenamiento realizado por aspirantes a ingresar al Cuerpo de Operaciones Especiales y Rescates (COER), encontró la muerte en muy sospechosas circunstancias que involucraron una caminata desmedida, meterse en agua congelada y recibir excrementos en la cara como parte de los saberes a adquirir.
Hoy el caso es investigado por la administración de justicia y las responsabilidades penales están por determinarse, pero, por ejemplo, si posamos nuestra mirada en Córdoba, vemos en el 2019 el caso de Brisa Ponce, cadete de la Escuela de Suboficiales de la Policía local, muerta por una severa neumonía, sospechada de ser causada por la práctica de las duchas heladas en la instrucción. O, si vamos a un año antes a la Provincia de La Rioja, aparece la brutal muerte del cadete Emanuel Garay en manos de sus superiores en el marco de un entrenamiento en una jornadas con 40° grados en la cancha de Básquet conocida como “La Sartén” precisamente por las altas temperaturas que alcanzaba (y donde otros cinco agentes tuvieron lesiones gravísimas), o leeremos de denuncias de vejaciones en el 2010 en la Escuela Vucetich de la Bonaerense o en 2007 de cadetes de la Policía Federal.
En la instrucción policial, las prácticas vejatorias están arraigadas, son sistemáticas y los sucesivos pactos de silencio conviven desde hace demasiado tiempo.
Sin ser exhaustiva, aquella lista muestra lo que es a esta altura evidente: en lo que respecta a las brutalidades en la instrucción policial, las prácticas vejatorias están arraigadas, son sistemáticas y los sucesivos pactos de silencio conviven desde hace demasiado tiempo. El problema es transversal a los signos políticos y las particularidades regionales (las que, en el marco de un régimen federal de gestión de la seguridad, no son pocas). La discusión sobre la seguridad ciudadana en la Argentina ya lleva demasiados años para no poder revisar estos temas con profundidad.
Ninguno de los antecedentes que referimos, dramáticos, parecen haber generado cambios de raíz. En muchos de ellos, suscitado el escándalo, las cúpulas policiales o los equipos ministeriales correspondientes se cambian y la inercia continua, especialmente en los niveles más capilares del sistema.
La agenda para que esta situación se modifique tiene, más allá de sus pendientes, puntos posibles de someter, incluso hoy, al debate público.
La formación policial no puede ser brindada en espacios cerrados y autosuficientes como son muchas de las escuelas policiales en la Argentina hoy. No existe, a estas alturas, ningún reparo epistémico, teórico o pedagógico que pueda defender una posición así, las escuelas policiales deben abrirse y nutrirse de otras instituciones (como hacen de hecho la cuasi totalidad de las profesiones en su formación).
Sin ir más lejos, en Río Negro, la experiencia de la Tecnicatura Universitaria en Seguridad Ciudadana de la Universidad de Río Negro, surgida como una expresión sinérgica para avanzar en la formación de los cadetes como técnicos universitarios y la forma en que se discontinuó unilateralmente por parte de las autoridades policiales y políticas para volver a la vieja formación cerrada, es una lección muy clara sobre los riesgos de caer en retrocesos y prácticas que la seguridad democrática debe desterrar. De hecho, Lucas Muñoz, un agente de la policía provincial asesinado y hoy todavía sin respuestas, era un graduado de dicha carrera.
En los temas de la gestión de la seguridad ciudadana, no existen las soluciones fáciles o de réditos electorales inmediatos, pero si avanzamos en la reformulación de un nuevo contrato sobre la formación policial, acaso cuando escudriñen esta década en el futuro, podremos ponernos orgullosos de los avances generados y no devastados como nos pasa ahora con casos como los de Gabriel o Lucas.
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