Experiencias

Néstor Tkaczek ntkaczek@hotmail.com

“La experiencia es un peine que te dan cuando te quedás pelado”, decía el popular “Ringo” Bonavena, y la verdad es que a veces esa frase tiene la fuerza de una sentencia; otras uno tiende a matizarla, a ponerla en cuestión. Claro que aquí habría que deslindar qué entendemos por experiencia y a partir de allí intentar acercarnos al solar de tan mentada palabra. Según los diccionarios me interesan tres acepciones de experiencia. La primera es la “práctica prolongada que proporciona conocimiento o habilidad para hacer algo”, noción de experiencia que está cada vez más discutida, en especial si se refiere a la experiencia laboral. Vivimos en un mundo en el que las prácticas prolongadas cada vez son menos frecuentes, y lo verdaderamente prolongado es el cambio. Es ya imposible que la experiencia de alguien de cincuenta años se pueda trasmitir a alguien de veinte, simplemente porque sus conocimientos en su mayoría están obsoletos porque no pueden funcionar en un paradigma que les es extraño. La segunda significación que destaco tiene cierto parentesco con la primera y sufre también sus mismas crisis: “conocimiento de la vida adquirido por las circunstancias o situaciones vividas”. Es sin dudas este concepto el que es puesto en tela de juicio por la frase célebre de Bonavena. Hoy, en el vértigo en que vivimos, pocas cosas pueden ser transmitidas de generación en generación; salvo cuestiones muy puntuales y específicas como qué se hace cuando se maneja con nieve o cómo evitar que las papas fritas se peguen; pero en lo concerniente a asuntos más generales o de costumbres como las máximas de nuestro tío Teodosio sobre cómo “levantarse una mina de la confitería” (sic), la experiencia es verdaderamente un peine que te dan cuando se te volaron las chapas. Existe un tercer concepto, que se puede igualar al término vivencia, y se puede definir como: “Hecho de haber sentido, conocido o presenciado alguien algo”. Y esta definición es, creo, la más rica sobre experiencia y también la más problemática. Porque ¿se puede transmitir una sensación, un placer, una emoción? ¿Cómo contar tu emoción, y que tu auditorio la sienta, ante la majestuosidad de nuestras cataratas o de nuestros glaciares, o si me voy más lejos, tu asombro ante las pirámides egipcias? Este tipo de experiencia tiene un grado de inefabilidad importante que se acrecienta cuando la materia de la experiencia es intangible. A ver si me explico. Uno puede transmitir medianamente su placer por la velocidad, porque para quien escucha, lee o ve puede asimilar sus propias vivencias de la velocidad y tener una idea más o menos cercana al placer que experimentó quien la relata. Ahora, ¿cómo transmitir nuestra pasión por la lectura? Si lo realmente importante ocurre, no en el objeto libro ni en nuestra postura en una mesa o sillón, sino en nuestro mundo más recóndito. ¿Cómo transmitir nuestra pasión y deslumbramiento por Alejandra, esa inolvidable mujer de “Sobre héroes y tumbas” si esa Alejandra, su figura, sus facciones, solo existen en mi mente? ¿Cómo ilustrar nuestra aprehensión sobre los ciegos luego de leer “El informe sobre ciegos”? ¿Y nuestra compasión por la bella María Iribarne, víctima del loco Castel en “El túnel”? La lectura, me parece, es una de las experiencias casi imposibles de transmitir. Roza (o no) lo inefable. Por eso, después de haber leído, escuchado tanta palabrería sobre la muerte de Sabato, me quedo con aquellos días de estudiante, en una pieza diminuta y fría, con la compañía de una radio y de una lámpara; cuando recostado en mi cama, el cuello dolorido, los labios resecos, me sorprendía la mañana aferrado a uno de sus libros, con el placer y la pasión adheridos a los ojos y un mundo nuevo en las entrañas.

Palimpsestos


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