Esto también pasará
F. necesita, cada vez más seguido, ejercitar su memoria, y preguntarse si a sus quince odió a su madre tanto como sospecha que su hija la odia. B. está yendo a una psicóloga para aprender a tolerar el desprecio con que la tratan sus adolescentes (y para descubrir su grado de culpa, aunque no la tenga). M., hombre él, ha llegado al llanto al oír la forma en que su hijo se dirige a él, y amenaza con hacer lo que su padre hacía: un sopapo en tiempo y forma. El tema se repite en cada hogar en donde los adolescentes adolecen de la manera habitual: odiando a sus padres. Y recordándoselo a diario. Y aunque esto sucede en millones de hogares, F., B., M. y todos los demás se sienten solos, sienten dolor, sienten que son los culpables, sienten que no pueden más. Pasan años, décadas, modas psicológicas y hay que repetirlo, volver a explicarlo: sí, esto es así, y sí, nos sucede a todos por igual, el dolor es compartido, es universal, es profundo y potente. Sí: nuestros hijos adolescentes nos odian. Con la misma fuerza y pasión con que nosotros, que también fuimos adolescentes, odiamos en su momento a nuestros padres con quienes hoy podemos tener una relación desde pésima a excelente, pero por otros motivos. Sigamos repitiéndolo, es necesario, aunque el corazón o el cerebro no lo entiendan y nunca acepten la idea: nos odian. Nos odian porque deben odiarnos para dejar de ser niños y convertirse en los adultos que deseamos que sean. Nos odian porque entienden que lo único que se interpone en ese rito de transición para el cual hoy no es necesario practicar ningún rito somos nosotros, que no deseamos que crezcan tan pronto, ni tan distintos a como los imaginábamos, ni odiándonos tanto. En el libro “¿Cómo actuar con un adolescente difícil?” del psiquiatra Juan David Nasio (que seguramente cuando trabajó en la obra no tenía adolescentes en casa que le rompieran la paciencia al límite de no poder escribir) se lee: “A sus padres (el adolescente) les manifiesta sentimientos que son la inversa de lo que siente realmente por ellos: los desprecia y les grita su odio mientras que el niño que subsiste en el fondo los ama con ternura”. Sí, todo bien. Lástima que cada vez sea más difícil hallar algo de ese niño… Más adelante explica: “…el amor de los padres puede ser vivido por el adolescente no como un afecto tierno y protector sino como una presión asfixiante”. O sea: no hay salida. Hagamos lo que hagamos, ellos lo interpretarán a su modo, sus neuronas en continua transformación harán que cada palabra que digamos suene diferente, que cada acto sea usado en nuestra contra, que nuestro amor sea opresión y sometimiento. Que su amor sea odio. Y allí es cuando la situación se da vuelta y nosotros terminamos tan desvalidos, tan necesitados de cariño y comprensión, tan hijos, y ellos –que todo lo saben y pueden– huelen el temor y se adueñan de la situación. Ellos, tan padres. Durante un año, cuando su hijo de 16 pasó de rebelde “clásico” a casi psicópata americano (pero sin la pantalla manchada de sangre), T. leyó libros de duelo. No fue algo meditado ni organizado, cuenta, solo que al leer ciertas contratapas de ciertos libros sintió tal identificación por ese sentimiento de pérdida que se sumergió en el tema para apaciguar el dolor. También ella estaba viviendo una pérdida y así lo entendió. La pérdida del hijo-niño, la pérdida del hijo amado, la pérdida del hijo que conocía. Porque no solo ya no sabía quién era aquel joven que ahora entraba y salía de su casa, sino que además le resultaba insoportable. Sus modos, su manera de hablar, sus ideas, sus acciones. Si hubiera sido cualquier otro chico y no mi hijo, dice T., pensaría que viene de un hogar roto, que no tuvo padres que lo quisieran y contuvieran, que le faltó todo lo que no debe faltarle a un niño, desde amor hasta límites. Pero yo sé que estuve cada día junto a él, que no hubo día que no lo buscara en la escuela y lo ayudara con la tarea. Que tuvo los límites que debía tener, que no se le aceptaron berrinches ni caprichos y que todo se habló (tal vez demasiado). Incluso, no faltó un psicólogo cuando fue necesario ajustar algo, tanto para nosotros como para él. Pero entonces irrumpió con violencia la adolescencia, y parecería que toda la tarea no sirvió de nada… Pero sirve, claro que sirve. Los padres que sobrevivieron la tormenta y los libros, incluido nuestro doctor Nasio, dicen que hay que esperar, paciencia, calma, sin enfrentamientos, estando cerca y atentos, esto también pasará. La adolescencia termina algún día (cada vez más lejano) y el odio será parte de la anécdota. Y si nada alcanza para apaciguar la desazón, nos queda un cuento del genial Fontanarrosa, “Cambios en tu hijo adolescente”. Copio aquí un pequeño párrafo: “Ocurre algo más y es esto: tu hijo está cambiando como persona, como ser humano. Como las serpientes, está mudando de piel y de personalidad. Hay veces –muchas, debes confesarlo– en que le hablas y no te oye. Parece escucharte, pero no registra en lo más mínimo lo que le has dicho. (…) Y hay otro llamado de atención, te recuerdo, muy claro y estremecedor, convengamos: en ocasiones te mira como para matarte. Aquellos ojos de ardilla que se abrían encantadores cuando tú le mostrabas el libro con la historia de los dos ositos ahora se clavan en los tuyos y tú adviertes, lisa y llanamente, que tras sus pupilas titila un brillo asesino, el mismo que alumbrara la locura homicida de Charles Manson”. Cómo no sentirse identificado. Esto también pasará.
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