Escala inhumana

El mar juega, puesto que es un ser vivo. Juega a alcanzar al viento y se alza, y se cae, y vuelve a erguirse, y se cae… a veces lo consigue. A veces lo alcanza, engancha una cola de viento y no la suelta. Lo llamamos tromba, y pobre del barquito que esté en el campo de juego.

Cuando el mar tiene miedo -puesto que es un ser vivo- se retrae, se enrosca en sí mismo y se comprime tanto que desnuda sus secretos, por un breve momento que para los demás, puede ser muy largo. Barcos viejos, tesoros piratas, asesinatos sin resolver, sirenas y endriagos quedan expuestos por primera vez. Sí, poco tiempo, porque cuando el mar se llena tanto de sí mismo que no puede más, se desenrolla en un efecto rebote liberador. Cuando el mar tiene miedo se llama tsunami.

Entonces se gana la primera plana de los diarios, desata todos los adjetivos calificativos del diccionario, terrible, feroz, implacable, ¡vamos! No lo hace a propósito para angustiar a la raza humana y a los dueños de los millones de dólares perdidos. Sencillamente, una parte de las placas de la tierra se encogió de hombros y zas, el precario equilibrio, parte del llamado equilibrio ecológico, se fue al diablo. Podemos seguir perorando sobre el agujero de ozono, y el efecto invernadero y calcular en cuántos años el mar cubrirá qué zona del mundo, y en qué década el verano no se arreglará sólo con protectores solares… más vale que lo sigamos evaluando, y mejor aún, corrigiendo las pequeñas, persistentes violaciones humanas al equilibrio ecológico, porque esto lo podemos remediar; quiero decir, es posible. No probable.

Pero mientras los responsables y los que los aguantamos realizamos encuentros, simposios, seminarios, firmamos documentos, y emitimos declaraciones sobre tan importantes cuestiones, de vez en cuando, el escenario sobre el cual realizamos estos elogiables movimientos, decide ocupar el lugar de actor principal. Porque es evidente que en general, la llamada naturaleza es una suerte de decorado de nuestras andanzas. Sólo que a veces hace una entrada a toda orquesta. A escala inhumana.

No en la acepción humana, la «in» con que hacemos a un lado de un plumazo toda suerte de congéneres cuyas acciones caracterizamos tan criminalmente que sólo nos satisface retirarles su humanidad (lo cual supone otro implícito aún más riesgoso: que humano es sinónimo de bueno, como si usted, yo, todos, no estuviéramos imbricados con el lado oscuro).

La escala de una ola, de un cometa, de un terremoto, no es humana; es propia de lo que llamamos la naturaleza desatada. No merece los calificativos de la voluntad. Del mismo modo que un romántico enamorado caminando por un bosque pisa un insecto y lo mata, sin siquiera enterarse. Seguiremos reconstruyendo sobre lo mojado, lo lastimado, lo quemado, pequeños depredadores frágiles y persistentes, sobre los juegos colosales del escenario devenido en Némesis. Se unirán a la saga perdida en la memoria ancestral, la que mitifica -o no- sobre diluvios, lluvias de fuego sobre ciudades perversas…

No hay ira de Dios. Sólo juego.

 

María Emilia Salto

bebasalto@hotmail.com


El mar juega, puesto que es un ser vivo. Juega a alcanzar al viento y se alza, y se cae, y vuelve a erguirse, y se cae... a veces lo consigue. A veces lo alcanza, engancha una cola de viento y no la suelta. Lo llamamos tromba, y pobre del barquito que esté en el campo de juego.

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