Ring Lardner, el periodista deportivo que se convirtió en un campeón del cuento
Periodista primero, gran escritor después, Ring Lardner fue admirado por Hemingway, Fitzgerald, Woolf y Salinger. “Campeón” repara una deuda con su maravillosa producción.
Quién sabe por qué Ring Lardner cayó por un tiempo en el olvido, porque sus cuentos, esos que la editorial Montesinos editó reunidos bajo el nombre “Campeón”, son maravillosos.
Ring Lardner no se llamaba así. Lo bautizaron Ringgold Wilmer Lardner cuando nació, el 6 de marzo de 1885 en Niles, Michigan, en honor a un primo suyo que era militar. Pero para él no era un honor así que cuando fue un poco más grande, empezó a firmar sus artículos como Ring Lardner. Porque eso es lo que fue durante la primera parte de su vida: un periodista. Por sobre todas las cosas, fue un periodista deportivo y bastante por encima de eso, un verdadero fenómeno en el periodismo deportivo de su época: Estados Unidos en la década de 1910.
En su vida, Lardner escribió más de 4.500 artículos que se publicaron en 115 periódicos de su país. Eran otros tiempos: el fin de la Primera Guerra Mundial. Aún no se había inventado la radio, y mucho menos la televisión, así que Lardner, con su máquina de escribir, era el encargado de contar cómo había sido tal pelea en el ring, quién había noqueado a quién, quién había sufrido, quién había sido golpeado, cómo, cuánto, por qué. En ese terreno, Lardner fue tal vez el mejor de todos, y hay quienes lo señalan como el padre de la columna periodística moderna.
Este hombre de ojos saltones, tenía un don especial y usó, como nadie hasta entonces, el habla coloquial: retrató la voz y con ella, el pensamiento profundo de los estadounidenses. Lo hizo de un modo nuevo o en todo caso heredado de Mark Twain, pero poco usado desde entonces: lo hizo con humor. A veces negro, a veces corrosivo, la mayoría de las veces ácido.
Fue una voz tan poderosa para su generación que futuros escritores lo leían e imitaban con devoción. Ernest Hemingway, por ejemplo, firmaba los reportajes que hizo para la revista escolar como Ring Lardner Jr, y fue admirado por Virginia Woolf, James M. Barrie y J. D. Salinger, entre otros.
Sus criaturas, las que aparecen en la mayoría de los cuentos de “Campeón” son seres lanzados al parloteo, a la verborragia sin red. De los ocho magníficos relatos que integran esta colección, hay seis en los que el personaje no puede callar.
La genialidad de Lardner, cuyos personajes son como una radio encendida, es que construye el relato a partir de la oralidad. Sus personajes hablan el lenguaje de la calle y expresan no sólo el pensamiento profundo de los Estados Unidos, sino también esa velocidad que alcanza la mente cuando monologa sin los prejuicios que la harían detenerse. Sus personajes son parlanchines hasta el límite de la incomodidad. Llevados por el entusiasmo, por el exceso de alcohol, por la inocencia, dicen más de lo que deberían sin medir las consecuencias.
Lardner maneja esa canilla abierta de la verborrea de un modo magistral. Los personajes hablan con frases cortas y directas. Es un lenguaje simple, doméstico, sin trampas literarias. Y todo lo hace con su mejor arma: la sátira, que le da un tono único a su material.
Ahí está, de muestra, “Zona de silencio”, el cuento que abre “Campeón”. La señorita Lyons, la enfermera que debe cuidar a un paciente, no puede dejar de contarle su vida, no puede ocultar su interés por conocer hombres apuestos que bailen toda la noche, al pobre enfermo que acaba de pasar una cirugía y está tendido en la cama, sometido a al relato. Y el paciente escucha, aunque quede perturbado con algunos de los comentarios que graciosamente arroja la enfermera (como cuando le dice, suelta de cuerpo, que la última cosa divertida que le pasó en el hospital fue atender a un paciente que a la mañana siguiente murió). Todo parece liviano, superfluo, gracioso, pero todo ese parloteo esconde entre líneas una profunda amargura.
“Corte de pelo”, otro de los cuentos, es una obra maestra. Escrito en 1922, es la muestra perfecta de esas criaturas de Lardner que hablan hasta por los codos, frente a personas obligadas a escuchar, que hablan y hablando pintan un espacio, una época, unas costumbres, y en este caso, un crimen también. El narrador es el barbero, que mientras cuenta nos permite ver no sólo su local, con la disposición de los objetos, sino también el pueblo en el que transcurre, sus habitantes, sus costumbres, sus amoríos, sus errores.
Algo parecido ocurre con “Nido de amor”, en el que un millonario quiere alardear de su posición y de su familia, frente a un periodista al que invita a quedarse una noche en la mansión para que pueda contar mejor cómo es él. El millonario no para de repetir quiero decir, quiero decir, quiero decir, para -en definitiva- no decir nada sobre ese matrimonio en ruinas que él parece no saber que tiene. Y entonces, cuando ingresa al relato Celia, su mujer, un ex actriz que siempre quiso brillar y ahora se apaga, y toma la palabra, después de que su marido se haya retirado a una importante reunión, hace caer el castillo de naipes que “el gran hombre” cree tener. Las apariencias de los años veinte, el matrimonio, el lugar de las mujeres en la casa, todos los temas quedan ahí, expuestos en su más pavorosa desnudez.
En cada escena de los cuentos de “Campeón”, Lardner despliega los modos del habla en conversaciones entre quien tiene algo para decir y quien está obligado a escuchar. Algo que se ve a la perfección en “¿Quién da?”, donde tres jugadores de una partida de bridge tienen que soportar a una recién casada verborrágica, que no sólo entorpece el juego, hace avergonzar a su marido, y aburre a la otra pareja sino que los va hundiendo a todos en una especie de arenas movedizas mortales. Esta visión de una noche estropeada es concebida a partir de ella, de su monólogo. Los otros nunca intervienen en la historia, pero el lector siente no sólo el fastidio ajeno, sino el mal momento que les hace vivir.
En estos cuentos, pero también en “Luna de miel dorada” y “No puedo respirar”, la narración la lleva el que toma la palabra. El gran componente de los relatos de Lardner es la escena teatral, en la que alguien cuenta algo al resto.
Eso no ocurre en “Campeón”, donde Lardner vuelca, con más voces lo que aprendió, vio, escuchó y lamentó de esos hombres sobre los que escribió en su trabajo periodístico previo.
“Campeón”, que fue llevado al cine (con Kirk Douglas) narra la historia de Midge Kelly, un ser miserable que abre su camino de gloria noqueando a su hermano menor, que es lisiado, para robarle una moneda.
El “Campeón” que narra Lardner tiene la enorme virtud de haber sido uno de los primeros relatos que muestran ese lado ominoso del boxeador, sus miserias, sus bajezas. Pero no sólo eso, porque Lardner también relata la otra parte de ese entramado, la de los que alientan y sostienen, con su complicidad, toda esa destrucción y autodestrucción.
La virtud de “Campeón” es que se enfoca primero en el boxeador, pero hacia el final, tuerce su atención hacia el periodista. Encargado de escribir la historia oficial del campeón, el periodista lo convierte en un héroe, borra toda su sordidez, lo idealiza porque, como dice otro de los personajes, así es como la gente lo prefiere, convertido en un ganador, en un campeón absoluto.
Un hospital, una peluquería, la sala principal de la casa de un magnate, un lugar indefinido donde alguien se dirige a un otro. Cualquier espacio que elija Lardner es una muestra de su agudo sentido del humor, pero también de la ternura y la comprensión que siempre mostró hacía los seres humanos, especialmente los que se hallaban en situaciones desesperadas, violentas, ridículas o solitarias.
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