Libros: «El vestido blanco», ¿puede el arte reparar algunas injusticias?
La autora francesa Nathalie Léger teje, a partir de la artista Pippa Bacca, que quiso hacer una perfomance vestida de novia, una historia que mezcla arte, violencia y el sentido de la justicia
En el año 2008, la artista italiana Pippa Bacca se vistió de novia para recorrer, desde Milán hasta Jerusalem, haciendo dedo, lugares en los que las consecuencias de la guerra seguían estando presentes. Era una performance, dijo ella, que además de ser un manifiesto contra la guerra, servía para demostrar que se puede confiar en el prójimo.
Todo lo que llevaba encima era un ajuar como el de las novias de otra época: un abanico de seda, una limosnera, un libro de horas, un tapado, cintas, una capita. También una cámara de fotos para documentar su viaje, a los conductores que la levantaran en la ruta, y los lugares por los que pasaba. Por último, llevaba una olla de cobre, una botellita de aceite, un cargador, un jabón, un kit de costura, una toalla, dos remeras, unas agujas de tejer y un ovillo de hilo rojo con el que tejía pequeños recuerdos a los que la recibieran. Preparó su viaje artístico durante más de un año, planeó el itinerario, las paradas, los eventos. Con su vestido se lanzó al viaje. Con su vestido pasó por Venecia, Gorizia, Banja Luka, Sarajevo, Belgrado, Sofía, Burgas, Estambul. No llegó a destino.
“En una de las etapas de su viaje, un periodista local le había preguntado: ¿Para qué hacer dedo? Ella había respondido: Es una forma de confiar en el prójimo. Para demostrar que, cuando confiamos, solo nos pueden hacer el bien. El periodista no le preguntó cuál podía ser la relación entre el arte, la confianza y el bien, ni si le correspondía al arte demostrar nada. Como todo el mundo, pensó que la idea de Pippa Bacca era hermosa, y un poco demencial”.
Antes de concluir su viaje, antes de poder entregarse completa y ciegamente a la bondad del mundo, alguien la asesinó. Apareció muerta, ultrajada y desnuda en las afueras de Estambul. Tenía 33 años.
Cuando escuchó la noticia del asesinato de Bacca, la autora francesa Nathalie Léger comenzó una investigación que se convirtió en su breve y profundo libro “El vestido blanco”, publicado por Chai Editora, traducido por Matías Battistón.
“Sería un error decir que fueron los buenos sentimientos de Pippa los que hicieron que su historia me atrajera tanto. Lo que me interesa no son sus intenciones, ni la grandeza de su proyecto, su candor, ni su gracia, ni su estupidez, sino el hecho de haber querido reparar algo desproporcionado con su viaje y no haberlo logrado”, escribe Léger.
En la novela, como si fueran capas que terminan superpuestas y al final cobran sentido, Léger no solo habla de las perfomances de otras artistas que también le pusieron el cuerpo a situaciones límites (como aquella de Marina Abramovic, Rhythm 0, en la que el público le clavó espinas en la carne, la tajeó el cuello con una navaja, la ató con cadenas, la golpeó con correas y la amenazó con un revolver, en 1974), sino también de su historia, o más bien la de su madre, que le pide que la vengue por el abandono que sufrió por parte de su marido, el padre de Léger. Que vengue ese divorcio humillante que padeció, que lo transforme en algo digno de ser contado, y así, convierta una realidad que, como le dice su hija, no es más que lo que sufre mucha gente, de una anodina trivialidad, en un hecho artístico. ¿Puede serlo?
Lo dice muy bien Tamara Tenembaum en su columna “La única justicia”, publicada el domingo pasado en el Diarioar. “Hacé de mi dolor belleza, le estaba pidiendo la madre de Léger a su hija, describilo de manera tan elegante que tenga la dignidad del sacrificio de Pippa Bacca, para que tenga un sentido, para que no sea en vano. La expresión “estetizar el dolor” se usa en general en términos negativos, para hablar de banalizarlo; para la madre de Nathalie Léger, en cambio, convertir el dolor en una experiencia estética parece ser todo lo contrario de restarle importancia. Y es verdad que su dolor fue en vano, igual que el asesinato de Bacca, porque todos los dolores en última instancia lo son; pero en ese pedido de ficción la madre de Nathalie Léger le canta a la poesía, y aunque su vida no haya sido una performance sino una realidad triste y cruda, en ese pedido desesperado ella se vuelve performer, porque hace lo mismo que Pippa Bacca, apostar por la belleza como la única esperanza, la única justicia, el único perdón”.
¿Es función del arte?
Lo interesante de este libro repleto de ejemplos de otras perfomances, y de diálogos con esa madre presente, es la perplejidad con la que Léger observa el desconcierto del resto, la gente que piensa la artista se lo buscó por andar haciendo dedo vestida de novia; los que aseguran que es absurdo y pretencioso, o ridículo, o snob. Detrás de todo eso que se opina con ligereza se esconde ese utilitario “para qué” que parece que Pippa debió responder, como si el arte, como si cualquier cosa, debiera responder a esa pregunta.
“El vestido blanco” no es una crónica sobre el asesinato. Ni siquiera habrá en las páginas demasiado sobre ese hallazgo atroz del 31 de marzo de 2008, cuando su cuerpo fue encontrado. Léger menciona apenas la captura del asesino, Murat Karatas, un padre de familia, desocupado, de 38 años, que confesó haberla violado y estrangulado poco después de haberla subido en su coche, y que pudo ser identificado porque robó la tarjeta de memoria de la cámara de Pippa y luego confesó el crimen. Este no es un libro policial ni el la crónica de un femicidio.
“El vestido blanco”, es el relato paralelo sobre dos mujeres: Pippa y la mamá de Léger, a quien finalmente le da gusto de contar lo que le ocurrió. “Hay que seguir describiendo (…), la presentación escrupulosa de una queja, nada grandilocuente, nada trágico, nada de heroínas, nada de triunfos, dice dice mi madre, vamos, la idea es sea una reparación nada más”. Eso, una reparación.
La madre también guarda el vestido de novia, prolijo, un recuerdo gastado de un tiempo infeliz. Y guarda también una gruesa carpeta donde están los antecedentes del juicio de divorcio, llevado a cabo en 1974 en Grasse cuando Francia no admitía la separación de común acuerdo. En ese juicio, que en la pequeña ciudad provinciana donde vivían se transformó en una especie de folletín por entregas, el padre logró convertirse en víctima, en el ofendido en lugar del ofensor. Testigos falsos mediante, logró que la madre fuera considerada culpable. El agravio consistía en “el hecho de que la esposa de no ser un ama de casa consumada y dejaba a cargo de terceros el cuidado de sus hijos”; el agravio consistía en “los numerosos incumplimientos por parte de la esposa de las obligaciones derivadas del matrimonio, que explican e incluso justifican el adulterio”. Fue declarada culpable e incapaz de criar hijos, pero también le ordenaron hacerse cargo de esos hijos. Una humillación cargada de sinsentido.
Al principio, al leer el libro, parece no haber tanta conexión entre la historia de la malograda Pippa y esa madre que busca la una venganza a través de las palabras y el texto de Nathalie. Pero la escritora va enhebrando esas dos realidades dispares, la de la artista que quiso demostrar que existía bondad y terminó muerta de la peor manera, y la de esa madre que pasó toda su vida arrastrando una caja llena de las actas de un juicio infame, y que también se vistió de novia, en una absurda búsqueda de justicia.
Con esos hilos, Léger teje un relato que, aunque no sea la función de ningún arte, repara aquello que está hecho trizas.
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