Jonathan Franzen, el gran retratista de la sociedad norteamericana
El autor de “Las correcciones” y de la recién editada “El fin del fin de la Tierra” viene a la Argentina a dar una clase magistral. Antes dio esta entrevista.
Conocido por ser uno de los autores que contribuyeron a edificar la tradición de “la gran novela americana” y con la capacidad auténtica de activar los circuitos de la alta literatura pero también de embarrarse en los debates culturales más coyunturales, el escritor norteamericano Jonathan Franzen visitará por primera vez la Argentina. “Pensamos que marchamos al progreso cuando en realidad nos estamos sumiendo en una zona más oscura”, dice en una entrevista antes de su participación en el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba), que será mañana, con una clase magistral en el Malba.
El autor de obras como “Las correcciones” o “Libertad”, que ya cuentan con la impronta de los clásicos, dialogó sobre sus procesos creativos, la identidad de sus personajes y el espíritu de negación que impregna a la sociedad hoy.
Nacido en Illinois en 1959, criado en St. Louis, Missouri, y ahora radicado entre Nueva York y California, había publicado ya dos novelas (“Ciudad veintisiete” en 1988 y “Movimiento fuerte”) en 1992 cuando irrumpió con “Las correcciones”, el libro que le permitió salir de lo que él llamó “el silencio de la irrelevancia”. En pocos meses la novela vendió 3 millones de ejemplares, se tradujo a 40 idiomas y se convirtió en un auténtico fenómeno de culto en el que reparaban los críticos pero también el gran público.
Dos décadas después de aquel éxito editorial que se publicó una semana antes del atentado contra las Torres Gemelas y que funciona como una obra que permite entender aquellos años -y tras la publicación de otras dos novelas que también fueron bien recibidas, “Libertad” y “Encrucijadas”-, Franzen conserva la impronta de un autor que logra articular el oficio literario necesario para construir libros que son artefactos literarios complejos, entre la historia familiar y el espíritu de la época, con su perfil de ensayista e intelectual, siempre conectado con los temas de la política y la actualidad.
Con lucidez y realismo, pero no desprovisto de cierta ternura ha sabido descifrar a la sociedad norteamericana. Su crítica descarnada a las redes sociales, una polémica con la mítica Oprah Winfrey tras poner en dudas su reputación como lectora y recomendadora o su visión sobre la crisis climática -que ha sido tildada de apocalíptica y resignada- lo han llevado a la arena de las polémicas más coyunturales y a ganarse cierta fama de “intelectual de alta esfera” que, en verdad, en nada coincide con el humor y la ironía con la que accede a pensar sus rutinas de escritor y su obra.
-Muchos de sus lectores y algunos críticos lo consideran un “novelista de la familia”. ¿Se identifica con esa definición? ¿Qué cuestiones literarias encierra la idea de familia?
-Nunca me gustó la etiqueta de “novelista de familia” porque en realidad hay familias en la gran mayoría de las novelas y las mías no me parecen particularmente inusuales como para precisar de esa categorías. Pero lo que ocurrió es que “Encrucijadas” (2021) es realmente la novela de una familia, de linaje. Nuestra cultura lleva tres mil años pensando y especulando sobre las familias y muchas de las grandes historias de la humanidad no serían realmente lo que son sin el peso de la familia. Es un tema muy rico porque las relaciones familiares son intensas, encierran y habilitan mucho drama. Además, nadie puede escapar de las relaciones familiares. Todo esto toma una suerte de nuevo valor ahora que podemos, de alguna forma, volvernos otra persona. Sé que es algo muy norteamericano, pero funciona así: te vas a una nueva ciudad, te convertís en otra persona y te inventás una nueva identidad on line. Pero todo eso es una fantasía porque en realidad nunca podés escaparte de algo tan simple como esto: quiénes son tus padres y quiénes son tus hermanos.
En sintonía con la llegada de Franzen a Buenos Aires, Salamandra tradujo y publicó recientemente “El fin del fin de la Tierra”, un libro de ensayos de 2018 que reúne los textos que el autor escribió para The New Yorker y el New York Times sobre su profunda preocupación por el cambio climático, su afición por las aves, un viaje a la Antártida y las Islas Malvinas o su amistad con el escritor William Vollmann. Entre esas páginas está su “Décalogo para el novelista”, en el que propone reglas como “el lector es un amigo, no un adversario ni un espectador” o “escribe en tercera persona, a menos que se te presente una primera persona verdaderamente única”. Pero también: “Nunca utilices `entonces´como conjunción: para algo tenemos `y´. Usar `entonces´ como sustituto es la no-solución del escritor vago o sordo al problema del exceso de `y´ en una página. Este, su tercer consejo, encendió una polémica en las redes sociales -que él detesta- bautizada “comma-then” (“coma, entonces”), en la que algunos lo defendían mientras otros lo acusaban de “aristócrata del estilo”.
-Cierra sus “Diez reglas para ser un buen novelista”, con una idea terminante: “Para ser implacable, primero tienes que amar”. ¿Cómo se relacionan el amor y la creatividad?
– Como lector, me gustan los libros en los que el autor se preocupa por los personajes. Sé que muchas veces es más fácil hacer foco en sus defectos, sus debilidades, aquello que daña. Y creo que es muy importante que el autor tenga una mirada de afecto y compasión con ellos porque, si no se hace ese ejercicio, para el lector puede ser muy arduo leer sobre seres dañinos, malos, insoportables. Es muy fácil, bajo el influjo de esa sensación, caer en la tentación de cerrar el libro. Necesito amar a mis personajes para poder convivir con ellos. De lo contrario, ¿Cómo me explicaría a mí mismo que tengo que permanecer durante tres años con sujetos que ni siquiera me caen bien?
– Publicó por primera vez en los Estados Unidos “El fin del fin de la Tierra” en 2019, incluso años antes de la pandemia. ¿Qué cree que ha cambiado desde entonces?
– Bueno, solo se ha ido acumulando más carbono en la atmósfera. No me enorgullece decirlo pero hace siete años ya era claro para mí que la Humanidad no estaba dando los pasos necesarios para frenar el calentamiento global que asumió un ritmo catastrófico. Una de las cosas por las que es muy difícil accionar en contra del cambio climático es que muchas veces la ciencia es inasible: uno sale afuera, el día es hermoso, y cuesta creer que vamos directo a la autodestrucción de la Humanidad. Sabemos que si seguimos sumando carbono a la atmósfera tendremos un aumento de la temperatura. Es muy difícil, ante ese margen de incertidumbre, que la gran mayoría acepte un cambio radical en nuestras formas de vida. Creo que el coronavirus nos expuso a situaciones similares porque nos hizo pensar que hay algo más allá de lo obvio y observable en nuestra realidad más concreta. Nos gusta pensarnos como seres racionales, aún cuando no somos exactamente irracionales. Entiendo que nuestra dificultad para asimilar lo científico viene de la mano de todo este verdadero desastre que trajeron las redes sociales y las fake news que alimentan una situación aún peor de la que ya teníamos que administrar. Negamos la ciencia -y sé porqué pasa esto desde lo emocional- pero sólo es una prueba más de que pensamos que marchamos al progreso cuando en realidad nos estamos sumiendo en una zona más oscura.
-¿La negación se ha convertido en la gran respuesta de nuestra época?
-Sí, es cierto. Es algo que siempre me interesó reflejar en la ficción. Tal vez no en sí la negación, pero sí el autoengaño. Me resulta muy gracioso cómo las personas, ante lo obvio, eligen negar y es terrible porque tiene consecuencias devastadoras. Pero admito que como autor me resulta muy divertido imaginar todos los rodeos que hacemos a diario para no enfrentar la verdad.
Comentarios