“Elizabeth Finch”, de Julian Barnes: la maestra más cautivadora y enigmática

El talentoso escritor inglés vuelve con un libro sobre una maestra anticuada y genial que les enseñó a sus alumnos a pensar y enamoró al narrador, Neil.

¿Quién es Elizabeth Finch, la mujer del nuevo libro de Julian Barnes? ¿Por qué esa maestra inteligente, elegante en su austeridad algo pasada de moda, fumadora, una mujer capaz de dar las clases sin ningún apunte cerca, esa verdadera maestra en el sentido de que despertaba el interés, la curiosidad y las ganas de seguir aprendiendo mientras hace conocer la obra de filósofos como el estoico Epícteto (“Unas cosas dependen de nosotros y otras cosas no dependen de nosotros”) y escritores fundamentales como Goethe, se transforma en enigma y obsesión para el narrador del libro, Neil? Y sobre todo: ¿se puede contar una vida, se puede contar la historia?


El escritor inglés Julian Barnes, uno de los integrantes del dream team de las letras de su generación, arriesga respuestas a esas preguntas a través de la historia de amor y devoción de un alumno por su profesora, mientras profundiza la relación entre la historia personal y la universal.


Nacido en Leicester en 1946, el escritor es considerado una de las mayores revelaciones de la narrativa inglesa de las últimas décadas. Publicó, entre otros títulos, “El loro de Flaubert”, “El sentido de un final” (premio Man Booker), “Niveles de vida” y la maravillosa “La única historia”. Junto a Martin Amis (que murió en mayo), colega y sobre todo gran amigo, Barnes es referente de una generación que también integran Kazuo Ishiguro, Hanif Kureishi y Ian McEwan. Todos un lujo. El equipo de los sueños.


La historia del libro está basada en forma más o menos evidente en Anita Brookner, la novelista ganadora de un Booker Prize que fue gran amiga de Barnes y que murió en 2016. “Era ocurrente, luminosamente inteligente, reservada, imposible de conocer más allá del punto que ella misma había delimitado. Tenía una moral implacable, sin ser moralista, y una sinceridad igualmente insobornable”. Así se refería Barnes a Brookner, la historiadora del arte y novelista, en un texto que escribió para el obituario de la mujer y que luego fue, también, prólogo de su libro “Un debut en la vida”.
Algo de ella hay en Elizabeth Finch. Pero no todo.


El libro, publicado en junio por Anagrama, está dividido en tres partes.
En toda la primera parte Barnes despliega el embelesamiento de Neil por Finch, el de él y el de los otros alumnos que tomaban la clase para adultos que ella daba de Cultura y Civilización. En esas primeras hojas, Finch se vuelve no sólo en no solo en un enigma encantador para sus estudiantes sino también para el lector.


Es en esas primeras páginas donde leemos el modo en que Finch dictaba sus clases y disparaba la curiosidad pero también el debate entre sus estudiantes , dos cosas que resultan imprescindibles y movilizantes.
Como esta:
Monoteísmo -dijo Elizabeth Finch- Monomanía. Monogamia. Monotonía. No hay nada bueno que empiece así. -Hizo una pausa-. Monograma: un signo de vanidad. Monóculo: ídem. Monocultivo: un precursor de la muerte de la Europa rural. Estoy dispuesta a reconocer la utilidad del monorrail. Hay muchos términos científicos neutros que también estoy dispuesta a aceptar. Pero cuando el prefijo se aplica a asuntos humanos…


O esta: “Siéntanse relativamente satisfechos con una felicidad relativa. La única cosa clara y fuera de toda duda que hay en la vida es la infelicidad”.


O esta: “Goethe, que tuvo una vida más plena, o más interesante, de la que podemos aspirar a tener casi todos nosotros, declaró en su lecho de muerte (tenía ochenta y dos años por entonces) que en toda su vida solo había sentido felicidad un cuarto de hora”.


Elizabeth Finch “se ganaba la atención con su calma y con su voz. Una voz clara, serena, enriquecida por décadas de tabaquismo. No era como esos profesores que solo conectan con sus alumnos cuando levantan la vista de los apuntes, porque, como he dicho, no daba lección siguiendo apuntes. Lo tenía todo en la cabeza, plenamente desarrollado, plenamente procesado. Eso también se ganaba nuestra atención, acortaba la distancia entre ella y nosotros”, la describe Barnes en la primera parte de la novela.
Inteligente e inalcanzable, llena de elegancia, esta mujer admiradora del mundo clásico consideraba que el mundo había tomado el camino equivocado el día en que el Imperio romano decidió abrazar el monoteísmo cristiano. Su héroe máximo es Juliano el Apóstata (331-363 d.C.), el último emperador pagano, el que con su derrota, dice Finch, marcó el lamentable giro de Europa hacia el gris, culpable y retrógrado cristianismo.


Lo cierto es que cuando dejó de ser su alumno, Neil mantuvo el contacto con Finch, y almorzaban juntos periódicamente en un restaurante italiano. Aunque se veían, no sabían demasiado el uno del otro. No sabía mucho Neil, al menos, que imaginaba más de lo que podía constatar, con las formas elusivas de su antigua profesora, que nunca dejaba a la vista nada que tuviera que ver con su esfera privada, si es que existía.


Los almuerzos se extendieron por veinte años, hasta que Elizabeth murió y le dejó, como herencia, sus papeles y sus biblioteca.


Y entonces, cuando como lectores parecemos dispuestos por completo a sumergirnos en los secretos de la vida de Finch, Barnes se toma toda la segunda parte para dedicarse a la vida de Juliano el apóstata, el personaje histórico favorito de Finch y de quien tiene muchas anotaciones hechas en los papeles que le legó al alumno. Y así, el rey de los proyectos inacabados se sumerge en la tarea larga y compleja de escribir un ensayo sobre las campañas del emperador contra el cristianismo, en ese momento en el que, según su mentora, el mundo tomó la dirección equivocada.


Esta parte -extensa, erudita- es quizás la más compleja del libro. No sólo porque, aunque esté justificada por la propia historia de Finch y de Neil, resulta difícil de seguir, sino porque no termina de cuajar del todo con el clima que lo rodea. Y sin embargo, la historia, sus ecos, guiños y espejos, están allí para ser leídos bajo la mirada de Finch, como una maestra que sigue atenta el trabajo pedido.
En la tercera parte del libro, Barnes se sumerge en los papeles de Finch para retomar a Finch, en los cuadernos que escribió en vida, en sus anotaciones dispersas para descubrir los recovecos, complejidades y secretos de una mujer a quien creyó conocer, aunque no, por supuesto. ¿Podrá escribir su historia, como escribió la del Apóstata?


Neil descubre, por ejemplo, un episodio en el que Elizabeth, ya jubilada, es malinterpretada en una conferencia y los medios no solo se burlan de ella, sino que la cancelan.


Julian Barnes y su elegante humor inglés, Julián Barnes y su magnífica forma de escribir (siempre distinta, siempre genial) logra en este libro tres objetivos: dibujar ante nosotros a una Elizabeth Finch que no olvidaremos ni aun mucho después de leer el libro, por ella y sobre todo por su manera de enseñar; llevarnos de la mano por la vida de Juliano el apóstata, y ponernos además de frente a cuestiones filosóficas.


“Elizabeth Finch” es el intento, siempre imposible, de contar la vida de alguien, tratar de entenderlo aún desde la veneración y el amor platónico. Barnes juega con esa idea, no sólo para la historia grande, sino para la historia más pequeña; reflexiona sobre esa idea al intentar interpretar una vida -la Juliano, la de Finch- sabiendo que eso es algo tan imposible como extraordinario.


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