Bardo, o el desmesurado amor propio de González Iñárritu

El filme es la celebración a sí mismo del director mexicano. El filme es la celebración a sí mismo del director mexicano.

Hay un enorme riesgo al retratarse a uno mismo: excederse en lo que uno cree sobre sí mismo. Algo de eso ocurre con el filme de Alejandro González Iñárritu, el creador de “Amores perros”, “El renacido”, o de la fantástica “Birdman”. En “Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades”, disponible en Netflix, todo es desmedido, sobretodo el amor propio que el director se insufla a través de su álter ego.


Enseguida, después de algunas escenas delirantes (como la de un bebé que no quiere salir del cuerpo materno y lo vuelven a meter allí adentro) se advierten las similitudes entre el protagonista, Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho), y el propio González Iñárritu. Aunque Silverio es un periodista y documentalista que desde hace dos décadas está radicado en Los Ángeles y regresa a su México natal para recibir un prestigioso premio, está claro que funciona como avatar del director que se fue a Hollywood tras el suceso de “Amores perros”.


“Del éxito hay que tomar un sorbito, hacer un buche y escupirlo, si no, te envenena”, le dice el padre al protagonista, en una escena que juega con lo fantástico (el padre está muerto, y el protagonista aparece reducido al tamaño de un niño, aunque en el cuerpo de adulto). Yhay en esa frase mucha verdad para una película que por tramos, parece literalmente a punto de fallecer envenenada de enamoramiento propio.


Mirarse el ombligo



La trama de la película, que dura dos horas cuarenta minutos, sigue a Silverio, el hijo pródigo que vuelve al hogar y le sirve a Iñárritu para jugar a la autobiografía y a la vez despacharse contra todo el mundo: los políticos (con el encuentro con el embajador estadounidense), la hipocresía del mundo (lo hace al filmar a inmigrantes que intentan cruzar la frontera hacia los Estados Unidos), los medios de comunicación (con una fallida entrevista en vivo), pero también contra los aspectos vanidosos del artista, el éxito, la adulación y las traiciones.


La película avanza entre los momentos realistas y secuencias fantásticas, todas prodigiosamente fotografiadas, como el resto del film, por Darius Khondji (lo mejor de esta película). Pero la intención de querer hablar de sí mismo y de la historia de México suena grandilocuente todo el tiempo.
Las dudas, reflexiones y contradicciones de Silverio, como las de cualquier inmigrante que vuelve al lugar del que se fue, terminan por conformar un personaje que dice añorar lo que desprecia. Y encima, su premiada ética periodística demuestra ser pura espuma cuando se ven las escenas de sus documentales en las que, por ejemplo, se lo ve deambulando por las calles de Ciudad de México llenas de muertos o trepándose a una suerte de pirámide hecha con los cuerpos de los mexicanos masacrados por Hernán Cortés, quien lo espera en la cima para compartir un cigarrillo con él y hablar de su hipocresía.

Mirá el trailer


Hay varios directores que volvieron sobre su vida. Ahí está el mayor y mejor de los ejemplos: Federico Fellini y su “8 y 1/2”. Presa de un atasco mental, el gran director italiano se propuso para su octavo filme, retratar el tortuoso y fluido laberinto de los recuerdos, los sueños y las sensaciones. Cuentan que no sabía cómo hacerlo, pero lo que le salió es, ya sabemos, una obra maestra que lleva a la gran pantalla la compleja convivencia entre el yo creador y el yo vivido.


Después de él, otros lo intentaron:Bob Fosse, en “All That Jazz” (1979); Woody Allen, en “Recuerdos” (1980), Pedro Almodóvar, en “Dolor y gloria” (2019), sólo por mencionar algunos. Y hay que decir que todos ellos lograron obras que trascendieron, películas que merecen ser vistas, y que pueden ser aplaudidas.


No ocurre lo mismo con “Bardo”. Excesiva por donde se la mire, llena de aspiraciones poéticas que la mayoría de las veces resultan larguísimas y tediosas, y demasiadas ínfulas, “Bardo”, tiene algunos buenos momentos -está muy bien filmada- , pero poco más que eso.
Que Iñárritu se mire el ombligo durante casi tres horas parece excesivo. Parece, al menos, que no ha sabido escuchar a aquel padre que le aconsejó no embriagarse con el éxito, hacerse con él apenas un buche corto y luego escupirlo.


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