En una cancha embarrada

Para defender la imagen de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el gobierno y sus simpatizantes están procurando desacreditar no sólo al juez federal Claudio Bonadio, al decirnos que él también se ha enriquecido por medios ilícitos, sino también a los diputados opositores Alfonso Prat Gay y Margarita Stolbizer, acusándolos de infracciones parecidas a las presuntamente cometidas por la jefa de Estado. Con información aportada por la AFIP y otros organismos públicos, los oficialistas quieren hacer creer que, por ser corruptos los jueces y políticos opositores, nadie tiene derecho a criticar las eventuales transgresiones cometidas por integrantes de la familia presidencial. Se trata de una confesión indirecta de su propia impotencia, ya que de disponer de argumentos un tanto más dignos no vacilarían en emplearlos, pero parecería que lo único que se les ha ocurrido es insinuar que todos son corruptos, de suerte que es injusto llamar la atención sobre los negocios nada transparentes de Cristina. De más está decir que el espectáculo que han montado difícilmente podría ser más bochornoso. Es como si el gobierno quisiera hacer pensar que la Argentina es un país tan corrupto que sería perfectamente natural que la presidenta aprovechara las oportunidades que le ha brindado el poder para adquirir una fortuna gigantesca, de centenares, quizás miles, de millones de dólares. Es factible que algunas denuncias formuladas por políticos y funcionarios oficialistas con el propósito de desprestigiar a quienes están procurando averiguar más acerca del origen y evolución del “dinero K” se basen en datos ciertos. Nadie ignora que aquí la corrupción es endémica, que la evasión impositiva es desde hace más de un siglo un deporte nacional y que muchos que están en condiciones de hacerlo se han habituado a enviar su propio dinero a países como Suiza que, por razones evidentes, les parecen un tanto más seguros que la Argentina. Así y todo, el que haya muchos corruptos en el país no hace menos grave la conducta atribuida a Cristina, su extinto marido y otros familiares, además de los miembros de su entorno particular. A menos que la presidenta de la República esté por encima de toda sospecha, sería inútil esperar que los demás respeten los valores éticos que supuestamente imperan en el país. Una sociedad gobernada por corruptos, o por personas que de acuerdo común lo son, es una en que rige la ley de la selva. Como dice el refrán, el pez se pudre por la cabeza. Al llegar a la conclusión de que, para prosperar o meramente sobrevivir, es mejor adoptar el código mafioso de los recién enriquecidos, los inescrupulosos no tardan en aventajar a aquellos honestos que, para diversión de los conformistas, se aferran a principios supuestamente anticuados. Puede que la Argentina no haya degenerado tanto como muchos suponen y que, a pesar de todo, aún no se hayan vaciado sus reservas morales, pero no cabe duda de que la sensación generalizada de que, con escasas excepciones, los políticos son ladrones que están más interesados en enriquecerse que en ponerse al servicio de la comunidad y que para tener éxito conviene más contar con familiares o amigos bien ubicados que poseer talento o estar dispuesto a esforzarse ha contribuido mucho al fracaso colectivo que, para extrañeza del resto del mundo, sigue protagonizando. Los eventuales negocios del juez Bonadio, o de las personas acusadas oportunamente por la AFIP de tener cuentas bancarias no declaradas en Suiza, no pueden equipararse con las sospechas que rodean a la familia Kirchner. Si resulta cierto que tales personas han violado la ley, se confirmaría que la Argentina es un país en que muchos prefieren operar en negro, por decirlo así, porque tienen motivos de sobra para no confiar en la honestidad de las autoridades formales. Sería claramente necesario que la Justicia se encargara del asunto, pero hasta nuevo aviso los decididos a luchar contra la corrupción deberían dar prioridad a los casos más importantes. Por ser Cristina la presidenta de la República, es la máxima autoridad moral del país y por lo tanto no tiene derecho alguno a sentirse ofendida si la Justicia quiere saber exactamente cómo se las arregló para acumular, con la presunta colaboración del empresario Lázaro Báez, una cantidad impresionante de dinero en un lapso más breve.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.196.592 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Vicedirector: Aleardo F. Laría Rajneri Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Lunes 1 de diciembre de 2014


Para defender la imagen de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el gobierno y sus simpatizantes están procurando desacreditar no sólo al juez federal Claudio Bonadio, al decirnos que él también se ha enriquecido por medios ilícitos, sino también a los diputados opositores Alfonso Prat Gay y Margarita Stolbizer, acusándolos de infracciones parecidas a las presuntamente cometidas por la jefa de Estado. Con información aportada por la AFIP y otros organismos públicos, los oficialistas quieren hacer creer que, por ser corruptos los jueces y políticos opositores, nadie tiene derecho a criticar las eventuales transgresiones cometidas por integrantes de la familia presidencial. Se trata de una confesión indirecta de su propia impotencia, ya que de disponer de argumentos un tanto más dignos no vacilarían en emplearlos, pero parecería que lo único que se les ha ocurrido es insinuar que todos son corruptos, de suerte que es injusto llamar la atención sobre los negocios nada transparentes de Cristina. De más está decir que el espectáculo que han montado difícilmente podría ser más bochornoso. Es como si el gobierno quisiera hacer pensar que la Argentina es un país tan corrupto que sería perfectamente natural que la presidenta aprovechara las oportunidades que le ha brindado el poder para adquirir una fortuna gigantesca, de centenares, quizás miles, de millones de dólares. Es factible que algunas denuncias formuladas por políticos y funcionarios oficialistas con el propósito de desprestigiar a quienes están procurando averiguar más acerca del origen y evolución del “dinero K” se basen en datos ciertos. Nadie ignora que aquí la corrupción es endémica, que la evasión impositiva es desde hace más de un siglo un deporte nacional y que muchos que están en condiciones de hacerlo se han habituado a enviar su propio dinero a países como Suiza que, por razones evidentes, les parecen un tanto más seguros que la Argentina. Así y todo, el que haya muchos corruptos en el país no hace menos grave la conducta atribuida a Cristina, su extinto marido y otros familiares, además de los miembros de su entorno particular. A menos que la presidenta de la República esté por encima de toda sospecha, sería inútil esperar que los demás respeten los valores éticos que supuestamente imperan en el país. Una sociedad gobernada por corruptos, o por personas que de acuerdo común lo son, es una en que rige la ley de la selva. Como dice el refrán, el pez se pudre por la cabeza. Al llegar a la conclusión de que, para prosperar o meramente sobrevivir, es mejor adoptar el código mafioso de los recién enriquecidos, los inescrupulosos no tardan en aventajar a aquellos honestos que, para diversión de los conformistas, se aferran a principios supuestamente anticuados. Puede que la Argentina no haya degenerado tanto como muchos suponen y que, a pesar de todo, aún no se hayan vaciado sus reservas morales, pero no cabe duda de que la sensación generalizada de que, con escasas excepciones, los políticos son ladrones que están más interesados en enriquecerse que en ponerse al servicio de la comunidad y que para tener éxito conviene más contar con familiares o amigos bien ubicados que poseer talento o estar dispuesto a esforzarse ha contribuido mucho al fracaso colectivo que, para extrañeza del resto del mundo, sigue protagonizando. Los eventuales negocios del juez Bonadio, o de las personas acusadas oportunamente por la AFIP de tener cuentas bancarias no declaradas en Suiza, no pueden equipararse con las sospechas que rodean a la familia Kirchner. Si resulta cierto que tales personas han violado la ley, se confirmaría que la Argentina es un país en que muchos prefieren operar en negro, por decirlo así, porque tienen motivos de sobra para no confiar en la honestidad de las autoridades formales. Sería claramente necesario que la Justicia se encargara del asunto, pero hasta nuevo aviso los decididos a luchar contra la corrupción deberían dar prioridad a los casos más importantes. Por ser Cristina la presidenta de la República, es la máxima autoridad moral del país y por lo tanto no tiene derecho alguno a sentirse ofendida si la Justicia quiere saber exactamente cómo se las arregló para acumular, con la presunta colaboración del empresario Lázaro Báez, una cantidad impresionante de dinero en un lapso más breve.

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