A 50 años de la tragedia de los Andes, el cruce de la cordillera desde Neuquén que José nunca olvidará

En 1972, mientras el mundo estaba en vilo por la suerte de los rugbiers uruguayos del avión que se estrelló en Mendoza, José Osorio Brevi cumpliría su sueño de atravesar la cordillera con su tío Benito como guía. Si hay aventuras que permanecen en la memoria de un hombre toda una vida, esta es una de ellas.

En diciembre de 1972, mientras el mundo estaba pendiente de la búsqueda y rescate en Mendoza de los rugbiers uruguayos que sobrevivieron a la tragedia del avión que se estrelló en la cordillera de los Andes, al norte de la Patagonia José Genaro Osorio Brevi estaba a punto de cumplir un sueño: cruzar esas montañas desde Neuquén rumbo a Chile y conocer a su abuelo en Ránquil, a unos 25 km de Lonquimay.

Desde chico había escuchado el relato de las hazañas de sus tíos y primos entre nieves eternas y arroyos caudalosos y él también quería ser parte de esa aventura que lo intrigaba. A los 20 años, el momento había llegado: su tío Benito Brevi Salazar iba a cruzar a su campo del otro lado de las montañas y por fin lo había invitado a ir juntos.

El recorrido

Hicieron unos 80 km desde las 22 del miércoles 20 de diciembre a las 2 del sábado 23. Durante esas 52 horas, durmieron unas cuatro.

“Papá, ¿puedo?”, consultó José. “Usted sabrá lo que va a hacer. Tenga cuidado nada más cuando ande por ahí”, le respondió. Si hay aventuras que permanecen en la memoria de un hombre toda una vida, esta es una de ellas.

No le faltan historias ni kilómetros recorridos: tendió, por ejemplo, líneas de alta tensión de El Chocón a Bahía Blanca y en la Mesopotamia y fue también petrolero en el sur. Pero ésta es su favorita, la que cuenta con tanto entusiasmo como si la viviera otra vez.

José Genaro Osorio Brevi tiene 72 años, dos hijos, un nieto. Vive en Contralmirante Cordero.

El 18 de diciembre de 1972, bien temprano, partieron en colectivo desde Cinco Saltos. Vestían pantalón y camisa de grafa, calzaban alpargatas, cada uno con su pequeña mochila con ropa y alimentos. En la de Benito, que llevaba un saco, iba el pavo cocido. José, que no olvidó su pequeña cámara de fotos y el rollo blanco y negro, tenía una campera de corderoy.

Ese mismo día subieron en Cipolletti a un tren legendario, el Zapalero, que muchos aún extrañan. En Zapala estuvieron dos días en lo de los suegros de Benito, hasta que pasó el colectivo con destino a Loncopué y Caviahue.

Ellos se bajaron antes, en Huarenchenque, un paraje conocido en aquellos tiempos por el almacén de ramos generales donde clientes chilenos se aventuraban a comprar: desde hojas a alpargatas, había de todo.

Desayuno. Después de la primera noche de caminata. Foto: José Genaro Osorio Brevi

José conocía el lugar. A los tres años, le calcula, él también había cruzado desde Chile con su papá José, su mamá Valentina y su hermano Pedro y se quedaron en Huarenchenque unos cuatro años hasta que rumbearon hacia el Valle y encontraron su lugar en el mundo en la isla entre Cinco Saltos y Contralmirante Cordero, donde su padre emparejó tierras y médanos con rastrones.

Tras bajar del colectivo en el medio del campo y encender una fogata para tomar unos mates al costado del camino, Benito fue a la estancia de don Carro a ver si le prestaban dos caballos.

Volvió al rato con malas noticias. “Se van a un arreo, no pueden darnos”, le dijo a su sobrino. Después de comer algo, se dispusieron a pasar la noche en un cañadón apoyados en los arbustos. Pero daban vueltas y no se podían dormir.

“Tío, empecemos a caminar y listo”, le propuso. Tenían unos 80 km hasta Ránquil. Partieron, iluminados por la luna: anduvieron como hasta las 8.30, cuando pararon a desayunar. Lo que quedaba del pavo estaba ya en mal estado y lo dejaron colgado de un árbol. “Como al mediodía vamos a estar en la torre”, dijo Benito. Así llamaban a una de las referencias que tomaban en tantos años de cruces, un paredón ancho que se elevaba al cielo.

El regreso. Familiares chilenos los llevaron a caballo hasta la frontera. Foto: José Genaro Osorio Brevi

Ya ahí, el tío le marcó a aquel jinete y su caballo que avanzaba al trote a lo lejos en una laguna. Si era un gendarme iban a tener problemas , así que buscaron posición más abajo para evitar que los detectaran en las alturas. Una media hora más tarde se había perdido rumbo a la cordillera y reiniciaron la marcha.

El próximo objetivo era un arroyón hacia el suroeste. Por tramos, José se sacaba las alpargatas y andaba en patas como en la chacra. “Deje de joder, cómo va a ir así”, le reprochaba el tío. En el camino, bajo un calor de infierno, cazó una liebre, espantó tábanos, observó serpientes que comían batracios y se asombró con las lagartijas que en el Valle no estaba acostumbrado a ver.

Llegaron alrededor de las siete de la tarde: en el arroyón corría agua helada de deshielo y no estaba tan playito como decía Benito. Empapado hasta la cintura, el sobrino cruzó las dos mochilas y después volvió a ayudar a su tío, aunque buscaron un vado para que se le complicara menos.

Fiesta. Llegaron cuando los chicos de la escuela terminaban el año. Foto: José Genaro Osorio Brevi

José se acalambró del frío y perdió una de las alpargatas que se había vuelto a poner. “Pero la liebre no la solté”, recuerda y se ríe. Le propuso a su tío cocinarla ahí nomás, pero Benito le dijo que era mejor esperar que anocheciera: la humareda los podía delatar.

Después de la cena se echaron a descansar entre los coirones: esas fueron la únicas cuatro horas que durmieron de las 52 que tardaron desde Huarenchenque a Ránquil.

A las dos de la madrugada volvieron a caminar, José con los zapatos que sacó de la mochila. Ya con la luz del día, se acercaban al lugar más difícil, al filo de la cordillera. El tío le había dicho que ahí armarían una especie de camilla trineo con ramas para tirarse justo en la línea de frontera. Pero no había tanta nieve, aunque si un manchón blanco de unos 50, casi 100 metros, como un tobogán blanco con un precipicio a la derecha.

“Vamos”, dijo Benito. “No, ni loco”, contestó José.“Entonces vamos a subir para intentar más arriba”, dijo Benito. “¿Más arriba todavía? ¿Y quién nos agarra si nos patinamos?”, preguntó José. “Va a estar más fácil. Vamos a buscar un palo cada uno para ayudarnos”, lo tranquilizó el tío. “En cada paso dale como que vas a compactar la nieve pero con el pie de costado”, le explicó. Tenía razón: así entraron a Chile sin sobresaltos.

Más adelante, en el faldeo de un cerro, encontraron otro manchón de nieve mucho más extenso, como de mil metros. “Lo pasamos a los trancazos largos, parecíamos ñandúes”, dice José y se ríe con ganas otra vez.

Al mediodía ya estaban en los campos de veranada de los parientes. Y si antes habían engañado el estómago con el ñaco que preparaban con el agua de los arroyos, ahí se detuvieron a cocinar unos piñones antes de continuar. A eso de las 15, en la huellita donde no entraban más de tres animales, pasó un amigo de Benito que llevaba un caballo a la tierra de pastoreo. “Oye, llévalo”, le dijo y agregó que lo soltaran en Ránquil, que sabía volver. José se trepó de un salto. “Pero se me rajó el pantalón atrás”, cuenta.

Así siguieron viaje y cerca de las seis de la tarde se encontraron con unos 30 chicos de la escuela albergue que terminaban el año y se pararon al costado de la huella al verlos. Recuerda cada detalle: todos se sacaron los sombreros y las gorras, que sostenían con una mano detrás de la cintura, mientras los saludaban con la otra. “Parecía que pasaba un presidente”, dice José, que seguía arriba del caballo aunque le costaba encontrar posición, las piernas entumecidas.

Jinete. José con uno de los animales de los parientes.

Lo que siguió fue cenar unos churrascos en la casa de otro amigo de Benito, que después le señaló un cerro y le dijo que a la vuelta estaba la casa del abuelo. Llegaron a las dos de la madrugada.

“El tío me mandó primero. ‘Aló, aló’, dije. Allá no se golpean las manos. Salió otro tío. ‘Señor, venimos de allá arriba no conseguimos ningún lugar donde quedarnos. Mi compañero viene rendido’, dije. Con el tono se dio cuenta de que no era de ese lugar. Ahí lo reconoció a Benito y nos dieron la bienvenida, se despertaron todos, fue una alegría de aquellas”.

Ese sábado 23, mientras en Mendoza rescataban a los últimos sobrevivientes de la tragedia del avión, en la fiesta de fin de año de los chicos de la escuela a la que los invitaron en Ránquil no se hablaba de otra cosa.


Se quedaron hasta el 4 de enero en aquel Chile gobernado por el socialista Salvador Allende y convulsionado por el desabastecimiento tras el llamado paro de los patrones mientras se agigantaba una sombra que se volvería trágica, la de Pinochet. “Los parientes tenían billetes pero nada que comprar. Había colas de una cuadra por un kilo de azúcar”, recuerda José.

A la hora de volver, los llevaron a caballo hasta la frontera. Y el día que cruzaron los Andes, hubo un eclipse de cuatro horas en la cordillera, el último detalle inolvidable de esa aventura que late en su recuerdo hace ya casi medio siglo.

Mapa: Jorge Portaz. Fuentes: Archivo diario Río Negro y Laura Romina Osorio (agradecemos su colaboración para la realización de esta nota)


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