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Historias del Gualicho, donde se templa el alma

En las salinas del gualicho pasan cosas, hay ánimas y el diablo se enoja porque profanan su lugar. El hombre patagónico está forjado de enterezas y silencios, como la misma naturaleza que lo rodea y explica.

El Bajo del Gualicho me dio una total sensación de libertad. Me enseñó a ser dueño territorial de su geografía áspera y austera; a gozar de mi errático deambular por su ámbito agreste y duro, arrutada tal vez el alma pero nunca la orientación. A templar con íntimo deleite la guitarra para soñar mis cavilaciones enredado en la magia simple de sus seis cuerdas. A reclinarme a veces cuando me sorprende la noche al abrigo de algunas jarillas con un cigarrillo entre los labios mirando ensimismado la diafanidad del cielo patagónico.


Del Gualicho supe conocer sus rastrilladas, las aguadas, el viejo camino del Chancho donde está la Puerta del Diablo y la Piedra de Poderes, allí donde se juntan los caminos. Cosas que se cuentan de la Salamanca y de Bernabé Lucero con su guitarra revestida de cueros de zorros.

Aprendí que en el campo hay que andar con cuidado, que el Gualicho alude al demonio, que tiene poderes, que hay que respetarlo y no hacerlo enojar, porque bufe por sus hollares como un viento fuerte que asusta.

Este ámbito geográfico acotado solo para mis deseos de libertad me fue templando el alma y forjando el corazón en la fragua de su paisaje. Y también porque este oficio de zorrero es duro, en el que solo la paciencia y la habilidad se premian y quedan las horas casi completas para pensar y pensar.

Un no tener obligaciones permanentes y sentir el ilimitado espacio para uno solo, acostumbrándose al vértigo de tanto horizonte igual de estepa y cielo. Y saber en los últimos repliegues de la importancia -qué paradoja- de escuchar el silencio. Porque es un bien recóndito, un hálito anejo sólo a estos parajes que tanto me subyugan.

Las salinas y sus misterios.


A veces, en este ordenarme solo, medito algunas horas junto al abrigo del fuego, mientras tomo algunos amargos y escucho el silencio a mi alrededor, sugerente y parco. Y pienso que el hombre patagónico está forjado de enterezas y silencios, como la misma naturaleza que lo rodea y explica. Con la tozuda persistencia ante las inclemencias del entorno, igual que los pedreros milenarios resistiendo incólumes, ahítos de vientos, soles y lunas.

Y cuando suelo andar con el alma revolcada, la brújula de mis instintos me lleva a contemplar la blanca extensión de las salinas. Esas salinas donde pasan cosas, donde se aparecen las ánimas que Gualicho se llevó a sus reales de horror y de muerte. Solamente se esconden cuando los turistas visitan el lugar, pero en algunas noches cuando profanan su hábitat ellas se enojan. Son pocas pero son: el ánima de Pío García, de Bernabé Lucero y de otros que se perdieron para siempre adentro de la Salamanca, pero que “merodean por afuera” como custodiando el lugar.

En el paisaje de las salinas, catedral de alburas y reflejos, encuentro sosiego y como una especie de cierta justificación. Porque tal vez sea que me maraville su secreto laborar repetitivo, su trabajo insumiso de multiplicarse en bloques y cristales, su paciente constancia para reproducirse, su volver a empezar desde lo microscópico hasta hacer capas y más capas.

Y pienso en las noches titilantes del Gualicho cuando pulso la guitarra con mis manos, que algo de sal debe tener mi alma como la tiene mi cuerpo, por esa condición inclaudicable de perseverar en lo de uno, por este crecer desde el silencio y la inmensidad, por este siempre empezar bajo el cielo del Sur, más allá de las duras circunstancias que la vida en la Patagonia nos impone y exige.


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