El pan nuestro de cada día

Recuerdo haber hecho en la adolescencia unos panes que me salieron tan duros, que mi hermano trató de romperlos a hachazos.

Desde que era adolescente, ponerme a cocinar sin que me lo exigieran fue, y sigue siendo, una especie de escapismo. Y entre las cosas que más me costaba -y gustaba hacer- estaba el pan: el simple pan de cada día hecho en casa, tan ascético, o el tipo “cordero” con chicharrones, delicioso y antojadizo, que preparábamos con la grasa de la carne diaria que mamá separaba para ese fin.


Soy diestra en guisos, en recetas al horno o a la cacerola, en inventar ensaladas, pero a la masa nunca le tomé la mano. Sin contar que, al amasar, descargaba el malhumor que sentía por algo y eso incidía desastrosamente en el producto. Un día que discutí con mis padres -ni recuerdo por qué- tuvimos que tirar algo así como una carretilla chica llena de pan casero, que salió tan duro como una piedra: mi hermano Eduardo intentó romperlos a hachazos y no hubo forma.

Dije una carretilla porque ahí los cargamos y los tiramos en el monte cercano. A pocos días llovió y, muy asombrados, vimos pasar al caballo que se le había escapado a un vecino con un pan entero entre los dientes.

Hoy por hoy, en pandemia y con calores que pasan límites históricos, al llegar el alivio del viento sur y la lluvia volvió a surgir ese deseo -creo que atávico en mí- de amasar pan. Y recordé varias curiosidades o, si prefieren, “antiguos decires” sobre el pan.

Uno de mis más viejos recuerdos es el de mi abuela Fidela friendo en la sartén trocitos de pan duro para echarlos, chirriantes, sobre un plato de caldo que olía a romero. Sabíamos que no debíamos comentarlo con mamá, que no estaba de acuerdo con esas comidas de “castellanos brutos”, pero es un plato que, a mis casi 85 años y con añoranza de aquel amor sin límites que brindan los abuelos, suelo prepararme en mis noches de escritura.


Ya no es la sopa gruesa de antaño, por supuesto, sino un caldo de cubo de verduras, con mucho orégano -eso sí, de mi huertita- y esos costrones deliciosos de pan que me recuerdan la humilde y cálida cocina de mi abuela en el Barrio San Martín.

Por otra parte, cuando éramos chicos, mamá solía darnos a media mañana un huevo pasado por agua con una tostada de pan desmenuzada y aceite de oliva.

¿Y qué decir de los buñuelos de pan que hace años me enseñó a hacer una mujer que me ayudaba en la limpieza? La receta no podía ser más fácil: se humedecía el pan con algo de leche, se le agregaba azúcar o sal, según el gusto, unas cucharadas de Quacker, alguna fruta en dados y se lo fritaba en aceite.

En su libro de Cocina riojana, Teresita Flores, además de viejas recetas criollas, me trajo a la memoria otros dichos de mi abuela: no se debía tirar el pan a la basura porque era una ofensa a Dios: había que juntarlo para las gallinas o los pájaros que, ya acostumbrados, esperaban pacientemente en el tala al que daba la cocina.


Otro de sus decires era que, si algún mendigo aparecía en la puerta, había que darle pan del bueno y si era posible, con algo más sobre él -un trozo de queso, carne del día anterior, una tajada de dulce de membrillo-, porque es de gente buena compartir con quien no lo tiene. Con sencillez casi infantil, nos decía: “El pan en la mesa es la cara de Dios en la familia.”

Teresita Flores lo menciona en su libro, al iniciar el capítulo de recetas de diferentes panes: “La humanidad tiene un milagro común, el pan… Sinónimo de esperanza, de alegría, de encuentro.” Y más adelante escribe una frase que me encantó: “Nuestro pueblo, como todos los del globo, es sanamente adicto al pan. Desde los tiempos de Mesoamérica, cuando los aborígenes aprendieron a cosechar y moler el maíz, fabricaban su pan, tortas asadas al fuego, muy apreciadas y sabrosas, tal como lo narraron los historiadores de Indias.”

Sugerencias: 1) Conseguir libros con recetas de pan; 2) El pan de casa no solo es más rico, tiene algo que no puede ser expresado en palabras; 3) Buscar el poema “Pan”, de Gabriela Mistral.

* Por Cristina Bajo, escritora y columnista de revista Rumbos.


Desde que era adolescente, ponerme a cocinar sin que me lo exigieran fue, y sigue siendo, una especie de escapismo. Y entre las cosas que más me costaba -y gustaba hacer- estaba el pan: el simple pan de cada día hecho en casa, tan ascético, o el tipo “cordero” con chicharrones, delicioso y antojadizo, que preparábamos con la grasa de la carne diaria que mamá separaba para ese fin.

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