Cuatro hermanas aguerridas: una vida de trabajo en una chacra como las de antes

Alfonsina, Lilian, Mónica y Zulma Avendaño, tienen entre 55 y 65 años y pasaron toda su vida en la chacra. En algunas hectáreas, en la intersección de Roca y Cervantes crían animales de granja, hacen conservas, son mecánicas, amas de casa, cosechan frutas y verduras.

El auto avanza por el túnel que arman los árboles cuando juntan sus copas al borde del camino. Cinco perros cruzan la reja de la casa pintada de rojo. El más pequeño, con las orejas en punta, muestra los colmillos, ladra, respinga y vuelve a ladrar. Zulma Avendaño, una productora que nació y vive en una chacra, en la intersección de Roca y Cervantes sale a ver qué pasa. A su alrededor, las gallinetas comen del piso, suben y agachan la cabeza como si le hicieran reverencias.

La reja de entrada da a un patio cubierto por un parral que huele a flores. A la sombra, algunas moscas giran en torno a una mesa. Zulma camina, lleva puestos unos pantalones de jeans amplios, camisa a cuadros, botas de goma, el pelo agarrado en una cola baja y una sonrisa desconfiada.

—Acá está mi hermana, pasen—, dice y abre la puerta, para dar a conocer una postal viva de las chacras de Río Negro.

En el medio del comedor está la mesa y, sobre ella, un rifle. Alfonsina se apura a guardarlo, mientas comenta las andanzas del pájaro grande que les come los huevos de las gallinas.

Se acomoda el cuello de su camisa azul y se pasa las manos callosas sobre el pelo cano. Lilian, con su cuerpo pequeño se mueve con agilidad para controlar el pan que tiene en la vieja cocina a leña tiznada. Suma un tronco al fuego, luego ofrecen una torta frita caliente y se sientan a conversar.

Alfonsina y Lilian convidan unas torta fritas y algo para charlar. Fotos: Emiliana Cantera.

Se disculpan por Mónica, que no podrá levantarse “porque no se siente bien hace un tiempo”. Cuentan que tienen 65, 62, 61 y 51 años, que la más chica nació en esa casa con la ayuda de una partera, que el resto lo hicieron en otras chacras del Alto Valle, pero los siete hermanos pasaron su infancia allí y la vida se complicó cuando murieron sus padres.

—Mi papá era encargado en una chacra, hasta que se instaló en estas tierras que eran fiscales. Desde chicas hicimos todo. Nos tocaba carpir. Ahora si mandás a trabajar a los chicos se trauman— Alfonsina habla y algunas palabras resbalan en su lengua. Se para y va a la cocina a gas, donde hay una cacerola gigante, con una manguera abajo que humea como una locomotora y esparce un aroma dulce a ciruelas.

—Ella se encarga del jugo y a ella hoy le toca limpiar el piso. Mi mamá nos enseñó a dividirnos las tareas. Zulma es la que se encarga de los animales, yo manejo el tractor y la camioneta, preparo la tierra de la quinta y después con Alfonsina la llevamos a vender al puesto— relata Lilian y dice que Mónica tiene licencia, porque esa tos no la deja en paz, está débil y los médicos no dan en la tecla.

Alfonsina y Zulma atienden a los animales. Fotos: Emiliana Cantera.

Están levantadas desde las seis de la mañana y a las once no paran de hacer cosas. Salen al patio y el chillido de las gallinetas aturde. Dicen que son centinelas y les avisan cuando pasa algo, como la noche que le robaron los caballos.

Coloradito y Quico ya superaron el momento. Mastican el pedazo de fardo que le tiraron. La vida desde que no tienen que llevar el arado para escardillar es tranquila. Parecen escuchar el relato de las mujeres que cuentan como escucharon un ruido a la madrugada y encontraron un robo.

—Vi que estaban los corrales vacíos y fui a avisarles a ellas. Ahí agarramos la camioneta, y salimos. Le pasamos a decir a mi hermano Juan, que vive cerca y a la Policía y seguimos el rastro. Por suerte los encontramos rápido, cerca del río— dice Zulma y jura que no tienen miedo. Si bien se armaron nuevos barrios, también tienen buenos vecinos. Por otra parte, la gente las conoce y “sabe que se van a defender”, aseguran y ríen a coro.

La vida en la chacra no es fácil pero la eligen como destino. Fotos: Emiliana Cantera.

Las tres caminan por la chacra en la que se criaron y recuerdan cuando de niños pedaleaban hasta la escuela. Era duro ir en invierno, por los caminos helados, pero todos hicieron hasta séptimo grado. Conocen la vida en la tierra, de chicas andaban con el padre que alquilaba tierra para poner tomate y las llevaba.

En las jaulas de conejos, los animales duermen la siesta, parecen pompones blancos con un oscuro destino. Cerca de allí, hay un fogón, una mesa y sobre ella algunos cajones con botellas de salsa que hicieron el fin de semana. Además de cultivar la tierra, ser mecánicas cocinar, limpiar y cuidar los animales, también hacen berenjenas en escabeche, ajíes y cebollitas en vinagre y más.

Lilian se sube al tractor Fiat naranja y recorre los caminos hacia la viña. Antes hacían vinos. Cuando estaba la cosecha iban los camiones de Pehuajó a los que le vendían la fruta, el tomate, pero cuando su papá, Manuel Jesús Avendaño falleció, hace 24 años todo cambió.

Lilian es la que maneja el tractor, la camioneta y se levanta más temprano. Fotos: Emiliana Cantera.

Esa noche vuelve a la escena, como big bang o minuto uno. El papá que cae y ellas corren con el miedo apretándoles la garganta. Lilian se sube a la chata, hace para atrás para llevarlo al hospital y no puede sacarla porque no sabe manejar. El minuto en que se dan cuenta que no se podía hacer nada vuelve a su mente porque ahí, la tristeza llegó a lo grande.

—Murió y fue triste porque era el que andaba con todo, pero bueno. Mi mamá, Dionisia Calvete, sufrió un montón, porque siempre andaban juntos, se llevaban re bien. Y aguantó 8 años más y después también se fue, pero bueno, tuvimos que aprender— dice Lilian y traga saliva.

“Salir adelante” fue la frase que se impuso. Supieron que hay que hacer almácigos en el invierno. Armar los bordos para poner los tomates, sembrar la lechuga para cosechar en el verano. Si algo se complica Juan y sus sobrinos están para ayudar.

Las mujeres son las que producen más de 50 % de los alimentos en todo el mundo.

Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación.
Lilian trabaja sin descanso.

—Nada es imposible. Mi papá se hacía cargo de todo, pero se terminó. Cosechamos tomates, berenjena, morrón, cebolla, hay frutas: manzana, pera, durazno y salimos a vender. Los martes vamos a la calle Viedma y Río Negro y ponemos un puesto, los miércoles también y los viernes en Buenos Aires y Villegas. Tenemos nuestras clientas que nos esperan—, dice Alfonsina y si bien el verano lleno de trabajo las agota, el descanso llegará pronto, en abril y mayo. En junio habrá que comenzar de nuevo, con los almácigos y la poda de la viña.

Muestran con orgullo las plantas y de pronto enfilan para el galpón. Abren el candado, corren el portón y algunas gallinas se despabilan cuando entra la luz del día. Ahí está guardada la Jeep Gladiator como un tesoro. Lilian se sube y la lleva hasta los bins que están debajo de unos nogales: hay que prepararse para ir al puesto.

Fotos: Emiliana Cantera.

Si les pregunta, dicen que no imaginaron que estarían para siempre ahí, pero piensan que no es tan malo. Nunca viajaron, ni al mar ni a la cordillera, ni tampoco conocieron a una pareja que merezca su atención. Cuando salen de la chacra, ven que afuera no hay mucho que les interese.
—Nooo, —dice Zulma mientras todas acomodan las verduras en los cajones— Yo la chacra no la cambio.

—¿Qué hay en la ciudad? Asfalto nada más, hablamos con las señoras que nos compran y están una al lado de la otra, solas y ni saben si están vivas o muertas. Nosotros tenemos nuestras vecinas, mal que mal las visitamos— Alfonsina revolea los tomates que se maduraron demasiado y un clan de patos desayunan a sus pies.

Disfrutan cuando va a visitarlas su hermano Juan, sus sobrinos, su hermana Lidia que tuvo cinco hijos. También está Carlos y Marcela es la sobrina que criaron y tiene tres chicos que “son nuestra alegría”, dicen a coro.

Subir la verdura a la camioneta para vender en el puesto. Fotos: Emiliana Cantera.

Cuando los cajones están en la caja de la chata, los tapan con una media sombra negra. Lilian levanta el capot, agrega agua, mira el aceite y dice que hay que llevarla al mecánico, pero que con tanto trabajo no pudieron parar.

“Trabajábamos con mi papá, jugábamos y nos divertíamos. No entiendo que hoy los chicos si no tienen tecnología se aburren”.

Zulma Avendaño, 55 años, productora rural.

Apuradas van a la casa a cambiarse la ropa para ir a vender. Zulma se queda, se lleva mejor con los animales que con las clientas y prefiere estar con ellos. Cuando terminan de arreglarse, bromea con sus hermanas y les dice que se cambiaron, pero no se nota mucho.

Las cuatro se despiden afuera y posan juntas para una foto. Luego la chata gruñe como un búfalo y toma el camino hacia la ciudad. Avanza sobre el asfalto y las luces que se filtran entre los arboles se prenden y apagan sobre la pintura descascarada de la chapa. La media sombra amarrada solo en la punta, vuela con el viento y parece la capa de un superhéroe.

Fotos: Emiliana Cantera.

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