El vengador de los nostálgicos
Por Eduardo de Miguel
“Río Negro” en EE. UU.
Recorrer sus antepasados, el origen de su emporio inmobiliario o sus aventuras de millonario puede ayudar a describir al personaje Donald J. Trump, pero apenas alcanza para explicar el fenómeno político en que se convirtió y su implicancia para el resto del mundo.
A sus 70 años, Trump representa un pésimo momento del sistema político del país y, en especial, de los republicanos, que aceptaron primero su dinero y terminaron cediéndole la candidatura en medio de un caos del partido.
El abuelo de Trump llegó a Nueva York en 1885, desde Alemania (como Friedrich Drumpf). Prosperó alojando a mineros en la fiebre del oro. Su hijo Fred inició un emporio inmobiliario, sobre el que el nieto Donald levantó sus torres de lujo y casinos.
Pero hace un año, de ese personaje de reality show, misógino y prepotente, nació algo de mayores consecuencias: un candidato presidencial sin preparación, tan repleto de consignas fáciles como de errores y falsedades, hijo del nuevo contexto político global y, en Estados Unidos, del extremismo en el que cayeron los republicanos.
En un episodio culminante de la campaña, su fama de emprendedor exitoso se derrumbó cuando reconoció haber perdido unos 900 millones de dólares en 1995 y se ufanó de aprovechar ese rojo temporal para librarse legalmente de pagar impuestos durante los siguientes 17 años.
Esa maniobra fiscal escandalosa fue posible, justamente, gracias a la obsesión de sus amigos republicanos por bajar impuestos y reducir el Estado. El extremismo de Tea Party potenció esa espiral ideológica hasta el 2008. Tras dos años de mayoría demócrata en el Congreso, Obama volvió a sufrirla.
Sin embargo, el credo liberal republicano siguió beneficiando muy poco a las clases medias y trabajadoras atraídas al partido desde las épocas de Ronald Reagan. Apoyado en esa frustración, Trump redobló la apuesta con un populismo exacerbado, ni conservador ni progresista, sólo demagógico.
El enemigo ya no fue el gobierno federal, sino todo el establishment de Washington, demócrata o republicano, incapaz de “devolver la grandeza” al país. La nostalgia de las épocas doradas del sueño americano se impuso a cualquier otra idea.
Trump captó a sectores golpeados por la crisis, pero también por una transformación social en la que los blancos cedieron influencia frente a las minorías y perdieron empleos por la reconversión tecnológica.
Si el enemigo interior era la burocracia de Washington, Trump les señaló ahora otro exterior: China, que reemplaza la producción local con mano de obra barata, y los inmigrantes que llegan desde México para quedarse con los empleos y desafiar el “american way of life”.
Mejor aislados
Por supuesto, esa nostalgia incluye el pasado de “superpotencia”, el de un mundo más simple y bipolar, con buenos y malos, y en el que Estados Unidos tiene derecho a intervenir si sus intereses económicos están en juego.
La relación con el mundo siempre resultó un problema para Washington y sus políticos. “Globalización” fue la mala palabra favorita de Trump. De ahí su consigna nacionalista: “Primero, Estados Unidos”. Sin programa de política exterior, sobraron los chivos expiatorios, mexicanos o musulmanes.
Deportar a 11,2 millones de indocumentados o levantar un muro frente a México fueron pastillas mediáticas del mismo recetario aislacionista, al igual que imponer un arancel de 45% a las importaciones de China o desconocer tratados de comercio, el Nafta o el más reciente del Pacífico.
Trump también rompe los manuales básicos de política exterior, incluso republicanos, al demandar a los aliados europeos el financiamiento de la OTAN, que ha vuelto a tomar importancia frente al agresivo régimen ruso de Vladimir Putin, cuyo autoritarismo –no sus ideas– deslumbra el magnate.
El candidato cuestionó además las intervenciones en Medio Oriente y el mundo islámico por el costo económico que supuso para Estados Unidos. ¿Para qué meterse en Irak, razonó, si no es para quedarse con todo su petróleo? ¿Qué es eso de querer reconstruir países, como los Bush y Obama?
En ese sentido, si para la clase política estadounidense América Latina ocupa un lugar secundario en la agenda internacional de Washington, para Trump es directamente un territorio exótico donde seguir haciendo dinero personal (el mayor volumen de sus negocios está en el exterior).
América Latina es el Brasil, donde desembarcó con un hotel sin saber que Dilma Rousseff era la presidente; el Uruguay, donde administrará otra torre; o mejor, Panamá, donde levantó su primer gran hotel en la región, en el 2011.
Entonces, declaró que el presidente Jimmy Carter le había cedido “estúpidamente” al país el control del canal, “a cambio de nada”.
Si alguien se quejó por los intereses que motivaron la visita de Obama a la Argentina, puede imaginar los de un presidente Trump. Y, aún si pierde las elecciones y deja la política, habrá despertado el instinto de muchos otros que piensan lo mismo sobre qué hacer con el mundo exterior.
Donald J. Trump
Y la región
Construirá un muro a lo largo de la frontera con México y expulsará a los 11 millones de indocumentados.
Revertirá la distensión con Cuba hasta que “sus líderes corruptos sean retirados del poder y juzgados”.
Venezuela es “narcoestado terrorista” y una “amenaza “.
Ya decidieron
Datos
- 27 millones
- de estadounidenses votaron anticipadamente en estos comicios. Los demócratas llevaban la delantera.
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