«El último hombre perfecto», el debut literario de Manuela Martínez

La joven escritora, hija de la actriz Mercedes Morán y del actor Oscar Martínez, acaba de publicar su primera obra, una historia de pérdidas y ausencias que pone en cuestión la figura masculina.

 En su primera novela, «El último hombre perfecto», Manuela Martínez pone en cuestión la figura masculina a partir del vínculo de una adolescente con la pareja de su madre con quien busca suplantar el desamparo en la que la ha dejado su padre, a través de una historia que expone las contradicciones del mundo adulto en el que los hijos no pueden cobijarse.

La novela tiene como protagonista a Maite, hija de un deportista famoso y de una psicóloga que, luego de un primer matrimonio, forma pareja con Luis, un pintor con el que la adolescente establece una relación de estrecha amistad y admiración que entra en conflicto cuando se entera que le ha sido infiel a su madre.

La obra, editada por Random House, pone al descubierto las flaquezas del mundo adulto, la imposibilidad de un padre de comunicarse con su hija adolescente y la liquidez de los vínculos afectivos, propios de la modernidad, donde las relaciones le escapan a la solidez estática que caracterizaba a las generaciones anteriores.

La obra también está atravesada por el mundo del arte, y en este sentido, Martínez (Buenos Aires, 1995) manifestó a Télam que le gustaba «la idea de que la protagonista transitase su paso a la adultez a través de un camino lleno de obras de arte que la ayudasen a ver el mundo de otra manera».

P: La novela aborda una historia de pérdidas y ausencias, ¿a raíz de qué hecho surgió esta historia?

Manuela Martínez: Empecé escribiendo sobre lo que conocía, sobre situaciones o sensaciones que viví, sin pensar en una novela. Después me di cuenta de que los temas que daban vueltas eran siempre los mismos: la paternidad, el arte, el amor, la adultez. Que se cruzaban, y que eran universales. Cuando ya tenía bastante material, me senté a ordenarlos. Le puse nombre a los personajes, inventé una línea de tiempo, y ahí recién pude ver la novela por primera vez; pero las anécdotas y los personajes ya habían mutado, estaban deformados, distorsionados.

P: ¿Por qué te interesó trabajar con la idea de exponer las debilidades o miserias de la figura masculina y paterna?

M.M: A las mujeres, por lo menos a las de mi generación, nos enseñaron que teníamos que crecer y encontrar a un hombre, ponernos de novias, casarnos, tener hijos. Crecí con el cuento del príncipe azul, me pasé la adolescencia viendo comedias románticas. Además en mi familia éramos todas mujeres: los varones, salvo mi papá, eran algo lejano. Después de eso, al lado del príncipe azul, todas las figuras masculinas se quedan cortas. El mundo entero se queda corto, claro, pero descubrir que el príncipe azul no existe puede ser una desilusión muy fuerte, porque a veces hay mucha expectativa ahí. La novela parte de ese momento y aborda no solo la desilusión, sino también la aceptación. El momento en el que entendemos que en el mundo no hay buenos y malos sino personas, con lo bueno y lo malo.

Creo que todos somos un poco inmaduros afectivamente. Pero el proceso de la narradora tiene que ver con entender que las personas perfectas y los vínculos perfectos no existen».

P: El desamparo y la pérdida de afectos representado especialmente en la pérdida de las figuras masculinas atraviesan la obra. Cuando Maite se entera de que Luis ha engañado a su madre le genera una gran decepción. ¿Buscaste representar el mundo adulto desde la inmadurez afectiva? ¿Cómo fue escribir sin caer en la autocompasión?

M.M: Creo que todos somos un poco inmaduros afectivamente. Pero el proceso de la narradora tiene que ver con entender que las personas perfectas y los vínculos perfectos no existen, y aceptar el mundo en sus matices. Un mundo lleno de gente que comete errores, que se arrepiente, que -a veces- aprende algo de eso.

Escribir sin caer en la autocompasión fue un desafío. Borré muchísimo. Me concentré sobre todo en mostrar: en contar en acciones y en imágenes por sobre la explicación, los sentimientos y los juicios de valor. Traté de entender a cada uno de los personajes, incluso en sus miserias, y de que la voz narradora casi no opine sobre ellos, para que el juicio quede en el lector/a.

Como en la vida, me interesa ir conociendo a los personajes a medida que pasa el tiempo, a través de sus acciones. No me importa si es rubio o si tiene ojos claros».

P: Hacia el final de la obra Maite da cuenta de la dimensión del vínculo con Luis, de todo lo que significó en sus elecciones personales, sus gustos por el cine y la literatura. Pienso que tuviste la intención de dar cuenta de cómo una figura puede marcar la vida de una persona.

M.M: Sí. Me interesaba hablar sobre todo de los límites de la familia, por eso también la figura del padrastro. Me crié rodeada de amigos de mis papás que eran como tíos, una chica que me cuidaba que era como una hermana, madrastras, padrastros, medias hermanas que de mitad no tenían nada. Y después cuando crecí encontré una familia en mis amigos. No tengo una opinión formada o una respuesta clara sobre esto, pero sí me interesa poner el tema sobre la mesa: ¿dónde están los límites en la construcción de una familia? ¿cuánto hay de sangre y cuánto de voluntad?

P: El padre de Maite es un deportista famoso a nivel mundial y parece haber dedicado su vida a los demás y no a su propia familia; los dueños de la galería son personas de dinero aparentemente y tienen conductas reprochables, poco dispuesta a ver a los demás. ¿Por qué te interesó dar cuenta de ese universo?

M.M: No me parece que sea algo que venga de la mano de la fama. Quizás sí es algo que se incentiva con el poder. Muchas personas actúan como si tener poder las volviese impunes, y es algo que me molesta muchísimo. Hay un egoísmo muy grande ahí, un sálvese quien pueda que se está instalando cada vez más y me parece tristísimo. Eso aparece un poco en relación a los personajes de los dueños de la galería. En cuanto al personaje del padre, ahí lo que prima es el vínculo de la narradora con él como ser humano, no con su profesión. Elegí que fuese un deportista famoso porque ahí su distancia tendría una justificación laboral. Busqué construir un personaje al que más allá de su ausencia se le notase el amor por sus hijas. Que tuviese matices y momentos de cariño. También creo que uno de los problemas más grandes en el vínculo entre Maite y el padre tiene que ver con una falla en la comunicación. La suya es una conversación imposible, y me divertía que se juntasen a hablar y todo el tiempo los estuviesen interrumpiendo de afuera.

P: ¿Cómo fue trabajar la obra dosificando la información acerca de los personajes, un recurso muy bien administrado y que va haciendo al armado y desarrollo de la novela?

M.M: Cuando leo, me molesta el momento de la introducción. Cuando escribo también. Suelo borrar los primeros párrafos y decir «esto empieza acá» cuando ya aparece algo de acción. Me gustan las cosas que parecen empezadas. Como en la vida, me interesa ir conociendo a los personajes a medida que pasa el tiempo, a través de sus acciones. No me importa si es rubio o si tiene ojos claros, me importa si se olvida los regalos en el restorán en el que festejó su cumpleaños. Ver cómo se mueve, cómo responde, cómo demuestra el cariño. Y eso se ve a medida que pasa el tiempo y el personaje se mueve por el espacio.

P: ¿Por qué te interesó abordar el universo artístico tanto en la figura de Luis como en la del trabajo de la protagonista?

M.M: Me fascina cómo una obra de arte puede hacerte descubrir o entender algo sobre tu propia vida. Hay una llave ahí. En las películas, en las pinturas, en la música, en la literatura. A mí me pasa muchísimo, y me gustaba la idea de que la protagonista transitase su paso a la adultez a través de un camino lleno de obras de arte que la ayudasen a ver el mundo de otra manera.


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