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El trabajo “de calidad” ya es un bien escaso


En América del Norte y Europa son millones los graduados que no hallaron los empleos que creían merecer y que nunca saldarán las deudas contraídas para costear sus estudios.


Los preocupados por las deficiencias del sistema educativo nacional coinciden en que debería preparar adecuadamente a los jóvenes para enfrentar los desafíos que les aguardan. Lo que la mayoría tiene en mente es que necesitan ser capaces de cumplir funciones útiles en la economía de mañana, pero sucede que ni siquiera los presuntos expertos parecen saber muy bien cómo evolucionará el panorama laboral en los años próximos. Demás está decir que esta realidad inquietante incide de manera muy negativa en el estado de ánimo de muchos adolescentes.

Si tienen razón aquellos que nos advierten que, dentro de poco, los avances inexorables de la tecnología informática habrán eliminado centenares de millones de empleos en el mundo, muchos jóvenes están estudiando materias que no les servirán para nada en la nueva economía cuya proximidad entusiasma a políticos como el radical Facundo Manes.

Hasta hace relativamente poco, los conocimientos que uno adquiría cuando joven mantenían su valor laboral por muchas décadas. Aquellos días ya se han ido. Lo vimos en el periodismo; en un lapso muy breve, los impresores, trabajadores bien calificados y, en algunos lugares, óptimamente remunerados, que por más de un siglo habían figurado como “los aristócratas de la clase obrera”, fueron remplazados por aparatos digitales mucho más eficaces que no los necesitaban.

Los impresores no han sido los únicos que, de un día para otro, se vieron privados no sólo de un oficio prestigioso sino también de lo que, en muchos casos, era una fuente de autoestima. Lo mismo ha ocurrido a un sinnúmero de trabajadores “de cuello blanco”, ejecutivos e incluso abogados, además, claro está, de hombres y mujeres que ganaban bien cumpliendo tareas rutinarias en fábricas.

En los países que se habían enriquecido merced a las primeras revoluciones industriales, los gobiernos decidieron que la mejor forma de amortiguar el impacto de las transformaciones en marcha sería apostar todo a la educación. Aún cuando algunos entendieran que era fantasioso suponer que todas las personas son igualmente talentosas y que siempre habría muchas que nunca lograrían ser físicos nucleares o filósofos, por razones políticas procuraron asegurar que la mayoría se beneficiara de una educación de elite. Una consecuencia de los esfuerzos en tal sentido fue la proliferación inmediata de cursos universitarios aptos para personas que apenas saben leer que, en otras circunstancias, podrían aprender a ejercer bien un oficio valioso.

La apuesta a la educación terciaria casi universal suele justificarse con el argumento de que, puesto que la automatización pronto eliminará una proporción significante de los empleos actualmente existentes, casi todos los jóvenes tendrían que adquirir los conocimientos que precisarían para aprovechar las oportunidades que, se suponen, no tardarán en aparecer. Demás está decir que la inflación académica resultante devaluó los diplomas que se repartirían; en América del Norte y Europa, se cuentan por millones los graduados que no encontraron los empleos que creían merecer y que nunca saldarán las deudas que contrajeron para costear sus estudios.

De todos modos, convencidos de que la alfabetización digital de las nuevas generaciones serviría para que sus propios países ocuparan un lugar de privilegio en la jerarquía mundial, varios gobiernos, comenzando con una serie de norteamericanos, en efecto exportaron buena parte de las actividades industriales a China y sus vecinos de Asia Oriental. Creían que, en la división internacional de trabajo propia de la globalización, ellos mismos se encargarían de los aportes intelectuales, como las patentes, los diseños y los métodos productivos, que eran los más lucrativos, dejando a los asiáticos la labor meramente manual.

Esta estrategia, por llamarlo así, ha tenido consecuencias desastrosas no sólo porque los asiáticos se negaban a desempeñar un papel subalterno en la economía internacional y pronto empezaron a mostrarse igualmente capaces de ocupar los puestos de mando. En el Occidente, muy pocos obreros perjudicados por los cierres de fábricas han logrado reciclarse en especialistas informáticos o lo que fuera. Algunos se han resignado a cumplir tareas mucho más humildes y peor remuneradas que aquellas a las cuales se habían acostumbrado. En Estados Unidos, una proporción alarmante ha buscado refugio en opioides y otras drogas adictivas. Y muchos millones, convencidos de que las elites de su país los despreciaban y querían que se murieran lo antes posible porque habían dejado de serles útiles, votaron por “el populista” Donald Trump en las elecciones de 2016 y 2020.


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