El Titanic y la economía
Darío Tropeano*
El 15 de abril de 1912 el trasatlántico más grande del mundo se hundió en su viaje inaugural, en una noche clara donde era fácil observar el horizonte. Un iceberg de hielo macizo de más de 30 metros de altura dio por tierra un sueño que parecía real, y que se transformó, décadas después (1997), en una película de cine taquillera y lacrimógena, ajena a toda carnadura y sustento cinematográfico.
El barco tenía tres clases de pasajeros: primera clase arriba, lejos de la sala de máquinas y con buena visión del horizonte; segunda clase más abajo y un poco delante de la tercera, casi pegada a los motores de propulsión. Los salones de lujo en la parte superior para salir fácilmente a la cubierta y una orquesta que tocaba durante varias horas al día, manteniendo entretenidos a los pasajeros en esos cortos cuatros días que duró el viaje. Desde el inicio fue evidente que el barco navegaba a una mayor velocidad que la habitual de los trasatlánticos de la época, incluso algunos pasajeros se atrevieron a preguntarle al capitán. Éste se jactaba de su experiencia, dado que era el más antiguo en la empresa propietaria del barco, que intentaba superar en velocidad a sus competidores.
La navegación por el atlántico del norte (gélido y con históricos bloques de hielo) requería ciertos cuidados, tanto es así que la noche de la tragedia otros barcos que navegaban por el área (Baltic, Amerika) advirtieron al Titanic que había icebergs en el área, que había peligro real en la ruta elegida. Incluso al caer la tarde el SS Californian envió un mensaje de alerta.
Pero la tripulación no las tuvo en cuenta y mantuvo el rumbo y velocidad a pesar de que la temperatura descendía rápidamente. Una hora y media antes del desastre el SS Californian envió un mensaje, atrapado ya en el hielo a poca distancia del Titanic, y el operador de radio de éste le contestó: “Cállate, cállate, estás interfiriendo mi señal”.
La banda seguía tocando en un comedor repleto de entusiastas turistas, otros ya acostados en sus camarotes miraban las ventanillas antes de dormir como si se tratara de un televisor encendido, con una imagen chata del agua nocturna.
El impacto fue seco y no violento, sobre un costado. El agua comenzó a ingresar cerca de la tercera y segunda clase, no repentinamente, pero en forma constante.
Algunos pasajeros avisados por la tripulación no creyeron que un riesgo serio se avecinaba, estaban convencidos de la seguridad de un barco nuevo y lujoso. Incluso se negaban a salir de sus camarotes, pensando que el peligro pasaría.
El agua helada luego de las primeras dos horas comenzó a ingresar más intensamente y entonces la parte delantera (la proa) comenzó a hundirse. Muchos entraron en inquietud, algunos en pánico. Los botes salvavidas comenzaron a ser arrojados al mar, eran pocos, los dueños del Titanic no creyeron que la nave podía hundirse y ahorraron en botes y otros implementos de seguridad para privilegiar los costos asociados.
Dos tercios de los pasajeros murieron en el hundimiento una hora después, la mayor cantidad fue de tercera clase (75%), los de segunda un 14% y los de primera un 8%. Los trabajadores del barco fallecieron en un 76% y los que alimentaron las máquinas y calderas trabajaron hasta el final, cuando la nave se hundió.
En la desesperación y confusión del “sálvese quien pueda“ hubo miserias humanas de personas disfrazadas de mujer o de ancianos para poder ser aceptadas en los botes salvavidas. Y hubo héroes, por cierto, que lucharon con todas sus fuerzas ayudando a bajar a una minoría de sobrevivientes.
La orquesta del Titanic tocó casi hasta los últimos momentos, en una mezcla de irrealidad y esperanza falsa, para mantener a los incautos alejados del hundimiento final.
Nota: el ministro de Producción de la Nación comentó en una cena ante empresarios bodegueros durante diciembre del 2018: “No tengo un mango, estamos bailando en la cubierta del Titanic” (sic). Véase: Mundoempresarial.com y Serviciodenoticias.net
*Abogado, docente en la cátedra de Concursos y Quiebras de la UNC
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