El servicio en Salud en tiempos difíciles
Ronaldo Alfredo Varela*
En la emergencia hay orgullo de formar parte de esta fraternidad en la que las categorías se pierden, porque muchas veces sabe más una enfermera que el médico o un chofer de ambulancia arriesga su vida.
El otro día, en nuestra obligada cuarentena dentro de casa y con los medios de comunicación a pleno, vi el aplauso al personal de todo lo que significa salud, en momentos en los que todos, de alguna manera , esperamos, por no decir dependemos, de que esta gente haga lo mejor que pueden hacer para superar todo este proceso. No sé si es una sensibilidad aumentada por la circunstancia, pero la lágrima estaba casi allí. Vivo solo. No tengo obligación con nadie… solo conmigo, más que nada para estas cosas de manifestaciones afectivas como para explicar por qué, o como puede ser tan sensible un tipo de mi edad.
Yo soy médico, este año cumplo 50 años de profesión. Obviamente jubilado con cifra mínima y, por subsistencia o necesidad, (estoy seguro que no por obligación) sigo trabajando en todos los lugares que siempre fueron mi participación como especialista. También obviamente estoy colaborando con todo lo que está ocurriendo. Me aguanto, como muchos de mi profesión, las ganas de hacer algo, de colaborar, de estar allí como estuvimos médicos, enfermeros y todos los que componen los servicios de salud durante tantos años.
En estos días, se me ocurre pensar en mi Navidad de no sé qué año: 69 ó 70, más o menos. Yo hacía guardias en cirugía de Haedo y por mi condición de chico de los mandados me tocó acompañar a un paciente con un severo traumatismo de tórax, que tenía sintomatología de respiración paradojal, a un hospital que tuviera un pulmotor puesto que esta patología requería respirador de presión negativa y en mi unidad solo había de presión positiva. Recuerdo que entre el corto lapso que separa Gaona y Rivadavia, y con la ambulancia gritando por la General Paz para avanzar, pasé mi primera Nochebuena con un sentido distinto a todas las anteriores.
El señor apenas podía mirar para algún lado, y yo estaba atento para hacer lo que tenía que hacer tratando de no equivocarme. El chofer, a las 12, me grita entre todo este lío “¡Feliz Navidad, doctorcito!”. Y bajé por unos segundos a lo real. Miré al paciente. No registraba nada distinto, ni siquiera sabía cuál era la circunstancia que estaba pasando. No lo supe entonces, pero ese viaje (que terminó bien, por suerte) marcó, más que mis estudios, mi condición de médico. O enfermero. O cuidador hasta que otros, con la técnica apropiada, le salvaran la vida.
No sufrí por estar allí, lo que es esperable encontrar en otras actividades. Tenía la responsabilidad de esa guardia porque era… iba a ser lo que había elegido. Me sentí útil. No orgulloso. Útil, útil para hacer algo por otro y salir con cierta sensación de alivio o triunfo. Después, en mi carrera médica que hasta hoy sigue, entendí todo lo que un sistema de salud, de salud pública, significa para una región y un país. Cursé mi carrera con logros, a veces más, a veces menos, pero con trabajo constante durante todos estos años, navegando por tiempos que muchas veces fueron casi de cercanía de muerte y no por cuestiones médicas.
Políticos, militares, nuevamente políticos, nuevamente militares, políticos sin más experiencia en la vida que tratar de mejorar sistemas personales en función de lo que debería haber hecho para que las cosas mejoraran para el país. Militares con los peores errores que se podría llegar a pedir a un militar, guerra incluida, gremialistas hipermillonarios con falsos argumentos, políticos que no supieron hacer nada más que generar conveniencias para tal o cual partido, jueces corruptos sin que nadie diga nada y hasta abogados en muchos casos nutriéndose la praxis médica como mecanismo de trabajo.
Todos estos paladines del país siguen y van a seguir manejando la situación de esta franja del mundo ahora y, sin ninguna duda, luego de que el tiempo del coronavirus pandémico termine, seguirán improvisando para sus ganancias sea cual sea su fracción política, porque para esto no hay protocolos. Cualquiera hace lo que le conviene o lo que le apetece. Y que, por lo menos la Patria, que está medio dormida, no los demanda.
Pero vuelvo al principio: la emoción del Pueblo (con mayúscula) de saber quién le va a ayudar. El orgullo de formar parte de esta logia tan discutida, esta fraternidad en la que las categorías se pierden, porque muchas veces sabe más una enfermera que el médico o un chofer de ambulancia que muchas veces arriesga su vida para solucionar temas de la acción directa para lograr una solución. O ese chofer que entre el grito de la ambulancia y las bocinas de los que llegaban tarde a la fiesta me tiró su “¡Feliz Navidad, doctorcito!”.
Eso no se paga con nada.
*Médico psiquiatra en San Carlos de Bariloche.
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