El regreso al hogar y un viaje al pasado en la mágica Isla Victoria
Los hermanos Juan y Aurelio Segundo Pargade visitaron el lugar donde crecieron y donde descansan los restos de sus padres. Una recorrida cargada de anécdotas y recuerdos.
El aroma que se respira en Isla Victoria es único. Y casi no cambia con el paso de los años. Es el mismo perfume impregnado de naturaleza que está grabado a fuego en la memoria de los hermanos Juan y Aurelio Segundo Pargade. Es el que despierta muchos recuerdos apenas pisan el suelo de lugar donde crecieron. “Isla Victoria era como el patio de nuestra casa”, rememora Juan al caminar por esos senderos que recorrió siendo un niño y un adolescente.
Juan y Aurelio Segundo regresaron días atrás a la isla antes de que las restricciones fueran más celosas. Durante la pandemia no habían tenido la oportunidad de retornar juntos a ese lugar maravilloso. Y mágico.
Embarcaron un mediodía de mayo pasado y zarparon en el barco de Sandro Pargade, hijo de Juan. La navegación es algo que corre por las venas de la familia Pargade. Mateo, el hijo de Sandro, completa la tripulación. El lago Nahuel Huapi se refleja en los ojos del pequeño Mateo que escucha con atención y observa los movimientos de su padre, al frente del timón. “El cachorro será futuro patrón”, le dice Sandro a RÍO NEGRO.
La travesía por las aguas cristalinas del Nahuel Huapi trasmite demasiada paz. Las lengas rojizas se observan a la distancia y sobresalen cerca de la cumbre de las montañas. El cerro López luce imponente, como una pared maciza, impenetrable.
El Puerto Anchorena los recibe con los brazos abiertos. Juan y Aurelio desembarcan y a pocos metros del muelle se cruzan con un viejo conocido. “¡Lindas joyas trajiste!”, exclama Mario Aguilar. Sandro se ríe y lo saluda afectuosamente. “Venimos a visitar al abuelo”, responde. “Venimos a visitar a los viejitos”, afirma Juan. Mauro lleva unos 40 años en la isla. “No pensé que te iba a encontrar”, añade Juan. Es el inicio de una recorrida cargada de anécdotas y añoranzas.
Juan asegura que conoce cada rincón de esa isla de 22 kilómetros de largo y 4 de ancho, aunque en algunos sectores, como en Puerto Anchorena es tan angosta que con caminar unos cientos de metros se recorre la costa oeste y la este.
Juan rememora que su padre, Aurelio Pargade, llegó por 1941 a Isla Victoria. Dice que sus tíos Roberto y Antonio trabajaban por esos años en Parques Nacionales y le consiguieron trabajo a su papá.
Las autoridades de Parques lo trasladaron y llegó a trabajar al zoológico que había en esos años en la isla. Llegó con su esposa, Elvira Ramírez, y su hijo Roque. Se instalaron en una casa ubicada en Puerto Radal, distante a unos 12 kilómetros de Puerto Anchorena.
Después, llegaron 7 hermanos. Algunos nacieron en la isla, pero la mayoría en el hospital Ramón Carrillo de Bariloche, pero “a los dos o tres días su mamá ya regresaba”. Fue el caso de Juan que nació en 1944.
A pocos minutos de caminata, aparece la vieja Escuela de Guardaparques. “Mi padre fue profesor de equitación ahí”, afirma, con orgullo, Juan. “Llegaban jóvenes de Buenos Aires, de Corrientes, de Chaco, de todos lados a estudiar a ese escuela”, sostiene.
Los hermanos Pargade señalan lugares con mucha nostalgia. Sandro ha escuchado en muchas ocasiones los relatos, pero su hijo Mateo, no. Afirman que la isla no ha cambiado mucho. Sigue teniendo el mismo encanto.
Todavía quedan restos del secadero de semillas donde pasaron muchas jornadas. “Traíamos semillas de pino y desparramábamos la bolsas acá para secarlas. ”, relata Juan. “Con el calor del sol de abren y caen las semillas”, explica. Juan cuenta que ayudó a hacer la platea sobre la que se monto el secadero. “Me acuerdo como si fuera hoy, le dice a su hermano”. Pili lo mira y asiente.
Los hermanos señalan convencidos de que el arado oxidado que se encuentra en ese sitio es el que usaba su padre para sembrar. “Mi viejo cosechaba entre 300 o 400 bolsas de papas. Y para sembrar tiraba este arado con bueyes”, asegura Juan. Era por la década del 50 y 60, en el siglo pasado. “Siempre sembraba cuando la luna estaba en cuarto menguante”, sostiene.
“Cosechaba en marzo o abril , antes de las primeras heladas”, añade. A los hijos les tocaba la faena de clasificar las papas: las pequeñas para los chanchos, las medianas, las de consumo y aquellas que se destinaban para la siembra. Las mejores eran para la venta a vecinos de la isla o conocidos de Bariloche, que les gustaban las papas de la isla.
Juan relata que recorrían a caballo los 12 kilómetros desde su casa hasta el Puerto Anchorena. A veces los dejaban encargados cuando tenían que viajar hacia Bariloche. O les largaban las riendas y los animales regresaban solos a la casa de sus padres. “El caballo tiene piloto automático, cuando llegaba se paraba en la tranquera o en el alambrado”, cuenta.
El «paso del llanto»
Mientras caminan a la sombra de unos enormes pinos de casi 50 metros de altura, cuentan la anécdota del “paso del llanto”. Juan dice que a mitad de camino, entre Puerto Anchorena y Puerto Radal, por las noches «se escuchaba el llanto de un bebé”.
El lugar es una recta, con mucha vegetación. «Todavía lo llaman Puerto San Martín», explican los hermanos. Afirman que en las noches cerradas tenían que cruzar ese tramo para regresar a su hogar. No había otro sendero. “Se escuchaba perfecto el llanto de un bebé. Se decía que a una familia se le había muerto un bebé y lo habían sepultado en ese lugar”, explica Juan. “No quedaba otra que darle un azote al caballo para pasar rápido, si éramos chicos”, advierte.
Todavía están las ruedas de fierro que, según los hermanos, usaba su padre para tirar con los bueyes un carro. La visita al cementerio de Isla Victoria es especial. Allí, están los restos de su padre, que murió en 1972 y de su madre, que falleció en 1987.
Los dos estuvieron sepultados en el cementerio municipal de Bariloche hasta que lograron trasladar los restos hasta la isla. “Los trajimos juntos, en el mismo ataúd”, destaca Juan.
“¡Hola viejitos! alcanzamos a venirlos a ver”, expresa. Su nieto le enciende una vela a sus bisabuelos. Los cuatro se paran frente a la sepultura como señal de respeto. Permanecen unos segundos en silencio y se despiden afectuosamente. Juan reconoce que hace más de 2 años que no visitaba a sus padres.
El cementerio tiene 6 sepulturas. Casi todos son familiares. Allí, estás las cenizas de sus hermanas Nélida, Juana y la cajita de Enrique porque sus cenizas fueron esparcidas en otro lugar. A la salida del cementerio está la fuente de los Deseos. “Los turistas tiraban monedas y nosotros las sacábamos”, explica Juan. Su hermano confirma la travesura. Eran años donde podían cazar en la isla alguna de las especies que se introdujeron.
La escuela
La recorrida por la Escuela 303 Aurelio Pargade remueve recuerdos. No es lo único que lleva el nombre del padre de los hermanos Pargade. También hay un sendero temático. Allí, hay una foto en blanco y negro de Aurelio Pargade, joven, de mirada firme y con su uniforme. Juan explica que su papá fue el primer guardaparque de Puerto Radal.
“A las 9 entrábamos a la escuela. Izábamos la bandera y a clases”, cuenta. “El mástil es el mismo y el cartel de la escuela es el original”, asevera, tras observarlos durante unos minutos. A esa escuela asistieron 6 de los hermanos Pargade. Juan cursó hasta cuarto grado. «Pili» llegó a tercero. Dice que después intentó seguir sus estudios en la Escuela 187 de Bariloche, pero la directora lo hizo repetir un grado porque venía de una escuela de campo. Ese año lo eligieron mejor alumno. En quinto optó por trabajar.
Juan cuenta que trabajó en el vivero de la isla, que hoy sigue en funcionamiento. Dice que resolvió dejar ese empleo e irse a Bariloche, cuyas luces encandilaban a los jóvenes de la región. A los veinte años dejó la isla y se mudó al continente. «Pili» estuvo más tiempo. Sin embargo, siempre volvieron de visita. Aunque ahora por la pandemia no habían podido volver juntos.
En esa isla fueron felices. Juan rememora en esos inviernos de abundantes nevadas, cuando se deslizaban en los esquíes de madera o trineos que habían hecho en la carpintería que Parques Nacionales tenía en la isla hasta que se incendió. O los barquitos que armaban con latas de aceite de 5 litros, que botaban en el lago Nahuel Huapi.
Indica que su padre ablandaba hojas de pañil arriba de la estufa a leña y se las colocaba en las heridas. Comenta que así su papá se curó una herida en una mano donde se había dado un machetazo.
La despedida es casi ceremonial. «Pili» se despide con un silencioso respeto. “Para mí la Isla Victoria fue mi mundo y lo sigue siendo”, enfatiza Juan, que promete que pronto regresarán.
El terremoto
El 22 de mayo de 1960, Juan relata que estaba con su madre y otros dos hermanos. Su padre, Aurelio, justo se encontraba en Bariloche. Recién comenzaba la tarde y en su casa había un conocido de su familia. Era un hombre de Chile.
“No sabíamos nada de un terremoto. Nunca habíamos pasado una situación así”, explica, Juan. “Estábamos en la casa y empezó a moverse. Afuera había como un pequeño valle, lleno de cipreses altos que se azotaban entre ellos, en la parte alta, y hacían un ruido impresionante”, afirma.
“Mirábamos la tierra y hacía como unas olas”, cuenta. “El amigo de mis padres, le dijo a mi mamá que era un terremoto y que subamos a la parte alta porque iba a venir un maremoto”, recuerda.
Fue una decisión acertada. Juan asegura que una ola grande se llevó un bote que tenían, y no se olvida del corte que causó en la playa de Piedras Blancas. “Una parte de la playa se fue a pique. Se cortó, se hundió en el lago”, señala por la fuerza de la naturaleza.
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