El fotógrafo neuquino que retrató la lucha por sobrevivir de los refugiados sirios
Matías Quirno Costa vive en San Martín de los Andes y su obra se puede ver en una muestra en Villa La Angostura.
La pasión por la fotografía despertó en Matías Quirno Costa cuando era un niño. Todavía se ríe cuando recuerda su cámara Polaroid de la que casi no se despegaba “molestando todo el día” a sus padres, abuelos.
Nunca pensó que esa pasión lo trasladaría por países lejanos de la Argentina. Menos aún que sería la herramienta para retratar y transmitir la angustia, la desesperación y el dolor humano. Pero también la esperanza.
Matías relata que a los 23 años tuvo en sus manos su primera cámara réflex. Fue antes de emprender un viaje a Cuba. Antes de salir, su padre le preguntó si tenía una cámara. La respuesta fue negativa. Después, apareció con un regalo muy especial. “Tomá, para que vayas a ver la realidad de Cuba”, rememora que le dijo su padre.
Ese viaje generó una mirada distinta. Después, la película “Bajo fuego” completó la tarea. Matías descubrió que el trabajo de los reporteros gráficos le generaba una atracción inusual.
Estudio para maestro de primaria y se recibió en 1993. Dejó la ciudad de Buenos Aires y se radicó en San Martín de los Andes donde ejerció varios años. La docencia relegó a la fotografía, que resurgió a partir de un curso con Pablo Camperi. Allí, Matías resolvió que quería dedicarse a la fotografía documental.
Eran años donde aún no surgían los medios digitales y las posibilidades de empleo en los diarios regionales eran escasas. El camino se veía muy espinoso. Hizo algunas colaboraciones y resolvió hacer un curso de fotografía en una Escuela de Barcelona que le abrió la cabeza.
En 2015 tuvo la inquietud de viajar. Observó a lo lejos el drama de los refugiados que escapaban de Oriente Medio y quiso conocer esa experiencia. Su idea era viajar desde Madrid a Tel Aviv, pero unos amigos lo persuadieron para que no fuera. Israel bombardeaba Palestina y la situación era complicada. Le recomendaron ir a Lesbos, una pequeña isla de Grecia, en el mar Egeo.
Era el lugar adonde arribaban cientos de refugiados, sobre todo, sirios y había pocos reporteros cubriendo lo que pasaba.
“No sabía ni dónde quedaba”, admite años después. Aterrizó en Atenas, alquiló un auto chico y se fue rumbo a la isla. Era octubre de 2015.
Matías indica que la distancia de la costa turca a la isla griega es de 9 kilómetros. Cuando el mar Egeo está en paz, el cruce es sencillo. Pero cuando está enfurecido se puede convertir en una trampa mortal. Más aún cuando los refugiados se lanzan al agua en lanchas o embarcaciones sin las mínimas condiciones de seguridad y rebasadas de personas.
A la mañana siguiente de arribar a la isla, Matías vio el drama. Una pareja de sirios que lloraba desconsoladamente porque su bebé había caído al mar y no lo habían podido rescatar fue la primera experiencia. Habían cruzado de noche en medio de una tormenta.
“En ese momento no pude tomar fotos, me quedé muy impactado”, relata. Conoció a unos rescatistas catalanes que ayudaban a esas personas que buscaban con desesperación hacer pie en tierra firme. En ese grupo había dos argentinos.
Sus días en ese lugar olvidado del mundo fueron duros. “Aparecían cuerpos sin vida flotando en cualquier momento del día cerca de la costa, situaciones dramáticas”, señala.
Las mafias turcas les vendían botes de muy mala calidad a las personas que querían llegar a Europa. Los salvavidas eran pésimos y en una jornada tormentosa era casi letal. Subían, a veces, tantas personas a esos botes que tenían piso de madera que se quebraba por el exceso de peso y entraba agua por todos lados. Entonces, no flotaban. Se hundían.
Observar a personas que llegaban solas a la costa, desconsoladas porque habían perdido en el mar o en el viaje a sus hijos, a su esposa, estremecía. “Ver nenes o nenas que llegaban solos sin dinero, sin hablar el idioma, sin comida, sabiendo que hay trata de personas en esas zonas era algo que uno pensaba todo el tiempo y más cuando tenés hijos”, expresa.
En abril de 2016 salió a recorrer campos de refugiados en la frontera norte entre Grecia y Macedonia. Allí fotografió otros rostros, otras historias.
También, la acción humanitaria que desarrollan cientos de voluntarios de decenas de ONG.
Tiene grabado en la retina esos rostros de personas que expresaban con sus miradas, sus gestos la incertidumbre. “Muchos de ellos no sabían qué iban a hacer con sus vidas”, comenta.
La Unión Europea les cerraba las fronteras y la guerra civil en su país los había expulsado. No podían retornar.
Matías tenía la inquietud de conocer lo que ocurría en Siria. Quería saber por qué migraban miles de personas, pero en el terreno.
Gestionó el viaje ante la Embajada de Siria en Argentina. Tuvo que presentar documentación, trabajos hechos y explicar los motivos de su viaje para acceder a la visa de reportero gráfico y periodista.
En 2019 logró viajar a Siria. Voló a Beirut, Líbano y contrató un auto para cruzar la frontera hasta Damasco. Apenas llegó lo recibieron funcionarios del gobierno sirio que le asignaron un traductor y le indicaron cómo debería moverse en el país.
Se hospedó en un hotel céntrico de esa ciudad y en la segunda noche sintió estruendos muy fuertes. Pensó que era una tormenta y se preocupó porque al día siguiente tenía que viajar a Homs. Hasta que el edificio retumbó y se dio cuenta de que estaban bombardeando la ciudad. La gente del hotel le informó que Israel bombardeaba desde el Líbano el espacio aéreo del Hezbollah, en los alrededores de Damasco, y la defensa antiaérea siria interceptaba los misiles. Fue una noche difícil.
A la mañana siguiente, Matías bajó a desayunar y los vidrios estaban esparcidos por todos lados, pero el personal del hotel continuaba con sus tareas habituales con una tranquilidad sorprendente. Comprendió que las bombas, los ataques, la destrucción y la muerte formaban parte de su vida cotidiana.
Cuando viajó y conoció lo que quedaba de la ciudad de Homs, entendió por qué miles de personas escapaban de Siria. Recorrer los barrios arrasados por los bombardeos es algo espeluznante. “Cuando ves eso, te das cuenta de que ahí es imposible la vida”, sostiene.
En cada barrio había un puesto de control de militares o policías sirios. El traductor era el encargado de gestionar el permiso para pasar. En un solo barrio tuvo problemas con un agente de inteligencia que no quería que tomara fotos en ese lugar. Hubo discusiones con el traductor hasta que ese hombre de bigote frondoso comprendió que Matías no era ningún espía ni una persona peligrosa. “¡Argentina you’re my friend!”, recuerda que le dijo el agente y lo dejó pasar y lo acompañó a recorrer todo el barrio. Tomó fotos de la vida cotidiana del sector. Entró a una peluquería, a una carnicería. Matías cuenta que, para disculparse por el mal momento, el agente le regaló un anillo.
Las personas que conoció en su recorrida fueron “extremadamente amables”. La invitación a tomar un té en sus casas es un ritual que refleja su cordialidad.
Matías no retrata personas muertas. “Para mostrar muertos hay muchas fotos”, explica.
Sostiene que el drama de Siria fue creado por potencias mundiales por motivos económicos. La excusa es la religión. Siria en 2008 era una potencia en esa región.
Todos esos viajes e historias están reflejados en la muestra “Refugiados, la ruta del mar Egeo”, que se exhibirá hasta finales de este mes en el Museo Contemporáneo Conrad Meier de Villa La Angostura.
“Lo que me más movilizó fue seguir el recorrido de la gente escapando de la guerra, los refugiados, sus historias y hacer carne esto de abandonar tu casa, tu vida, tu trabajo, tu escuela, tu familia. Eso me movilizó mucho y me hace valorar mucho mi día a día, lo que tengo, me ayudó a pasar esta pandemia, a valorar mucho la vida”, sostiene Matías.
Hay fotos que destaca porque lo impactan mucho y siente que lo representan. Una es la que muestra a Essam, un médico palestino, bajando nenes de un bote. Otra la que refleja la destrucción de Homs, porque explica en una imagen el motivo por el cual miles de personas escapan.
Otra foto es la que muestra a una nena afgana que llegó sola en un bote, sin familia. “Le veía la mirada y me partía el corazón porque pensaba ¿qué va a ser de la vida de esa niña?”, relata. Matías dice que quiere regresar el año que viene a Siria.
Tiene 3 hijos. El más chico de 16 años vive con él en San Martín de los Andes. “Hemos hablado mucho con mis hijos de lo que significa este trabajo para mí. Trato de correr el menor riesgo posible siempre, me cuido mucho y tanto ellos como yo sabemos que es un trabajo donde puede pasar algo grave. Y si pasa hay directivas para eso de qué hacer y entender que es lo que me mueve de esto”, afirma Matías.
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