El crudo relato de un sobreviviente del General Belgrano
A 37 años del trágico hundimiento del buque, durante la Guerra de Malvinas, Daniel Ramírez, que vive en Cipolletti, cuenta cómo fueron aquellos días y cómo logró salir con vida.
Un día como hoy, hace 37 años, Daniel Ramírez sobrevivía al hundimiento del A.R.A. General Belgrano.
Daniel Ramírez es santafesino y a los 15 años se alistó en la Armada para no volver nunca más a su pueblo, San Lorenzo. Ahora vive en Cipolletti y allí escribió su libro “Balsas: esfuerzo y abnegación en el Atlántico Sur”, en el que describe todo lo que tuvo que pasar para salvarse del hundimiento del ARA General Belgrano, el 2 de mayo de 1982, en plena Guerra de Malvinas. Revivir aquello no fue fácil. Hoy, su memoria es lo único intacto.
El hombre recuerda aquel domingo, cuando fueron impactados por dos torpedos disparados por el Conqueror, un submarino nuclear británico que ocasionó el hundimiento. Producto de este ataque perdieron la vida 323 soldados argentinos, de los que 220 tenían entre 17 y 20 años. Las bajas representaron casi la mitad de las pérdidas que tuvo el país en todo el conflicto armado.
Cuando el se alistó, la Armada aparecía para algunos como la cura para jóvenes que eran considerados conflictivos, pero también como una oportunidad para las familias que no podían pagar estudios superiores. ´
“Aquí Reformamos Atorrantes”, era la frase que usaban como chiste para cambiar el sentido de las siglas ARA. No fue su caso, aclara. Su hermano ya formaba parte de las fuerzas y lo había convencido de los beneficios y posibilidades de estudio que ofrecía.
Daniel terminó por alistarse.
Dentro de las Fuerzas Armadas se capacitó primero en electrónica y después en reparación de radares y detección de radiofrecuencias. A sus 21 años lo asignaron a un taller en la Base Naval Puerto Belgrano, y allí se encadenaron una serie de sucesos que lo llevarían a embarcarse en el ARA Belgrano.
Cuenta que en aquel puerto había un suboficial al que ordenaron embarcar, pero su pareja estaba muy enferma y su deseo fue acompañarla y cuidarla. “Yo me ofrecí como voluntario”, dice, inflando el pecho. “Nadie pensaba que ese barco se iba a hundir”.
Este enorme crucero había sido comprado a la Armada de Estados Unidos en 1951, cuando se llamaba el USS Phoenix. Según información que pudo reunir Daniel, no mucho antes de la guerra, el ARA Belgrano iba a ser vendido a Estados Unidos. Sería reformado y se transformaría en un museo. “Se cumplían 40 años del ataque a Pearl Harbor y era el único que había quedado”, cuenta.
En Argentina, su destino también fue histórico: fue el único barco hundido por un submarino nuclear en la historia, y las bajas que generó implicaron el 50% de los caídos durante todo el enfrentamiento.
Así, el Cabo Primero Ramírez, de especialidad Electrónica en Radares, y con orientación Contramedidas Electrónicas, fue parte de uno de los capítulos más trágicos de la guerra.
Ramírez cumplía guardias y se encargaba del mantenimiento técnico de los radares.
Durante esos 16 días de navegación previos al bombardeo, también hacían simulaciones de ataques antiaéreos, practicaban estrategias de lucha contra incendios y ensayaban el abandono del barco. Algo que finalmente “sirvió de gran ayuda para lograr salir vivo”, reconoce.
El hundimiento
La tarde del domingo 2 de mayo, lo despertó el conscripto Berti, tras varios minutos de dar vueltas en la cama. Ya levantado, mientras buscaba su ropa, sintió el golpe en el casco. El buque acababa de ser impactado por el primero de los torpedos que disparó el submarino nuclear británico que venía siguiendo el rastro del General Belgrano, desde hacía varias horas.
En pocos minutos se había incendiado gran parte de aquella gigantesca mole de acero.
Enseguida se cortó la luz, y los pasillos se llenaron de soldados corriendo y gritando, muchos de ellos envueltos en fuego.
“Alcanzaba a percibir olores como el azufre, carne calcinada, cabello quemado, plástico”, enumera con una precisión que duele.
Se me acercó alguien, pero no pude distinguir quién era. Su cabeza en llamas de un color verdoso azulado terminaba en un amarillo fuerte. Cayó frente a mí, sentí su cuerpo entre mis piernas. En ese momento noté que mis pies estaban mojados y que el cuerpo inerte de esa persona había desaparecido bajo el agua»
Daniel Ramírez
“Las razones políticas o estratégicas de la guerra no curan la muerte ni sanan las heridas del alma”, advierte Daniel. “No se puede sobrevivir a tanta improvisación y descuido”, se repite en la memoria como un eco ensordecedor.
Las escaleras estaban destruidas por el fuego y la explosión. El único espacio para salir de allí era un tubo de hierro de 60 centímetros con una escalera en el medio. Abrirlo era difícil; la onda expansiva había deformado todo y había corrido de escuadra las aberturas. Para cuando se pudo ingresar, el agua estaba cerca de taparlos por completo.
Casi sin ropa y cubierto de petróleo por la explosión, Daniel pudo llegar a la superficie con mucho esfuerzo. La imagen que vio era desoladora. El barco ya estaba prácticamente escorado, y por la parte trasera ya se veía como golpeaban las olas entre el humo.
La estructura se había doblado y por lo que quedaba para caminar, la gente entraba y salía ayudando a los heridos. La imagen se confundía con la mezcla de aceite y petróleo que cubría sus ojos y que cada tanto, alguien limpiaba al verlo caminar tambaleante. “Parecía como si la proa hubiese sido arracada por el mordiscón de un monstruo marino gigante”, se imaginaba.
Saltar al vacío
Se dio la orden de abandono y cuando se asomó a la borda pudo tomar magnitud de lo que estaba pasando: “hombres nadando tratando de aferrarse a algo, restos de todo tipo flotaban en el agua y golpeaban el casco por la fuerza del viento y las olas”.
Cuando se tiró sobre el techo de la balsa, una lluvia de hombres empezó a caer encima de él. Se metió al agua y agarró otra balsa vacía que estaba cerca.
“Al caer al agua sentí como si miles de agujas me pincharan, pero estar bañado en el petróleo de la explosión me ayudó a soportarlo”
Ramírez
Para cuando logró ingresar ya había varias personas adentro.
A él le tocó estar a la altura de una puerta ventana y podía observar hacia el exterior . En cierta forma se sintió privilegiado de no estar en lo más oscuro. Orinar era percibido como uno de los momentos más agradables. La temperatura del pis hacia olvidar por unos segundos los 10 grados bajo cero que sus cuerpos tuvieron que soportar por casi 48 horas.
Por la noche, la culpa se tornaba insoportable;escuchar los gritos agonizantes que pedían ayuda, a lo lejos, era una tortura interminable.
Llevaban poco más de 24 horas inmersos en la frágil seguridad que aportaba el hecho de estar contenido en las balsas inundadas, cuando fueron divisados por un barco.
Una falla mecánica le impidió detenerse y sacarlos de esa tortura. El rescate tuvo que esperar un día más y el miedo a no salir vivos de allí crecía. Se empezaban a debilitar y sus cuerpos no respondían.
“Llegó la segunda noche. Sentía que los brazos no reaccionaban, me dolía todo el cuerpo y no podía estirar las piernas”, recuerda.
Empezaban a preocuparse porque iba a oscurecer de nuevo y la tormenta empeoraba. La esperanza de vida se achicaba y en medio de esa angustia, y con el día escapándose entre las olas que no dejaban de crecer, finalmente fueron rescatados por el ARA Gurruchaga durante la madrugada del 5 de mayo.
793 soldados fueron recogidos aquel miércoles, entre los que se encontraron 23 fallecidos.
“Estaba aturdido y me sentía en una película de terror. Dos personas me llevaron del brazo adonde nos sacaban la ropa mojada y llena de petróleo”, relató.
“Al rato me dieron un jarro con caldo y recién ahí entendí lo que había pasado. ‘Me salvé’, pensé, sentí calor y eso me sacó del entumecimiento que tenía”.
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