El costo oculto de la corrupción
Por Ricardo Gamba
Hace unos días, en un programa periodístico en el que se debatía la cuestión del gasto público en la provincia del Neuquén, el periodista que lo conducía formuló casi sobre el final del programa, una muy interesante pregunta: ¿cuál es el costo económico de la corrupción?
Esta pregunta sin duda es de la mayor relevancia en un momento como el actual, signado por las dificultades presupuestarias y el terror de cada sector de perder lo que tiene asignado como gasto del Estado, temor que si bien es comprensible, por otra parte conduce a las prácticas más aberrantes en relación con una vida política sana. Si pudiera detectarse, mensurarse y solucionarse la fuga atribuible a la corrupción, se razona implícitamente, el ajuste sería menor y hasta tal vez hubiera más para repartir.
Sin embargo, si ésa es la mirada de los interesados en luchar contra la corrupción, no deja de ser limitada, aunque sin duda necesaria.
Me parece que la pregunta, para que sea fructífera debería ser formulada de un modo más general, de modo que apunte a saber cuál es el impacto, económico y no económico, de la corrupción respecto de la orientación que todo Estado debe dar al conjunto social.
Pero intentar responder a esta pregunta tiene una dificultad adicional, que debe ser forzosamente resuelta con anterioridad a todo intento de medición de impacto. Puede parecer algo obvio, y para la mayoría lo es, pero ¿a qué tipo de prácticas debemos considerar corruptas?
Hay una intuición generalizada en el sentido de considerar como corrupción a la práctica de algunos funcionarios de quedarse con el dinero del Estado. Corrupto es el que roba. Esto es sin duda así, pero esconde una especie de gentileza, dado que quien así actúa es lisa y llanamente un delincuente. Que quien roba en una casa particular sea un «delincuente» cada vez más peligroso en la consideración social y quien roba al Estado sea sólo un «corrupto», es una grave distorsión del juicio, plasmada además en la bondad con que el Código Penal, y especialmente la Justicia, tratan a estos últimos.
El concepto de corrupción es mucho más amplio y abarcativo que el de delincuencia, y de aquí proviene la dificultad de precisarlo y poder determinar sus efectos sociales.
La idea de corrupción se relaciona con la de algo que ha dejado de servir a sus propósitos esenciales, que se ha desviado, que se ha degradado al punto de ya no servir para aquello que estaba previsto en su naturaleza. La idea de corrupción define una tendencia a la degradación que culmina en la muerte, que en el caso de las instituciones consiste en el reemplazo de los fines para los cuales estaban creadas por aquellos que las prácticas degradadas y corruptas imponen en la realidad.
Considerada de este modo, la corrupción incluye prácticas delictivas, otras que no lo son y otras que lo son pero han sido blanqueadas por una sociedad y una Justicia que ya no las condenan verdaderamente. Más allá de las quejas cada vez más retóricas, si existe esta corrupción es porque se acepta como natural y en buena medida se comparten y se recogen beneficios de ella por parte de la sociedad, bien que beneficios particulares, que no repara en los efectos a largo plazo y para el conjunto social.
¿Cuáles son estas prácticas y cuáles sus costos? Así planteado el tema, es mucho más rico pero también mucho más complicado, pues abarca un sinnúmero de comportamientos del Estado, sus funcionarios y la sociedad, que son virtualmente imposibles de medir en términos económicos y, fundamentalmente, la producción de otros efectos perversos en la estructura social que escapan a la mera consideración económica.
Saber cuáles son las prácticas corruptas, teóricamente no es demasiado complicado. Allí donde el comportamiento de los funcionarios se separen, eludan las normas republicanas a las cuales deben atenerse, hay corrupción. Hay corrupción en el funcionario que no cumple adecuadamente su tarea, en el nombramiento de personas en el Estado sin considerar su idoneidad, en los arreglos con los grupos económicos por fuera de las normas, en la financiación ilegal de los partidos, en el clientelismo, en la extendida práctica de que las leyes se cumplen sólo cuando conviene al cálculo político,
en la falta de persecución de delitos por parte de fiscales y jueces, en la privación de justicia que implica la parsimoniosa forma en que los jueces se toman su tiempo para dictar sentencia, en la confusión de los dirigentes entre la persona y la investidura, etc.
Podríamos seguir así hasta cubrir la casi totalidad de las prácticas que dominan la vida política y que se han incorporado ya con una naturalidad que no puede más que espantar. En este sentido existe todo el derecho a afirmar que todos los políticos son corruptos, pues funcionan sobre la base de lógicas que degradan las instituciones del Estado y rompen con la orientación hacia el bien común, para reemplazarla por la satisfacción de intereses particulares, sean éstos de los funcionarios, los partidos y o de sectores particulares de la sociedad.
El precio que se paga, en consecuencia, es mucho más alto que el que surge de considerar el «costo económico», pues todo esto puede ser neutral económicamente, cuando menos en términos de la relación ingresos- gastos de un presupuesto dado.
Consideremos más de cerca un caso, el del clientelismo político. En una de sus formas más conocidas, el clientelismo nos muestra a un funcionario -o a un particular que pertenece a alguna estructura formal o informal que depende en última instancia de algún funcionario y de los recursos del Estado- repartiendo comida o casas entre sus clientes electorales. Podemos suponer que se usó de una partida para gasto social y que efectivamente ese dinero se gastó en gente que lo necesitaba, con lo cual pareciera que económicamente no tendría un impacto significativo, salvo las migajas que de ese reparto ilegal queden en los bolsillos de los que participan de la práctica. Pero esto no supone que el problema sea únicamente «moral», sin mayor efecto que el juicio que nos merezca esa persona. En realidad estas formas de corrupciones producen el efecto más perverso y condenable de todos los que se puedan imaginar: el de poner al Estado al servicio de un fin distinto del que le corresponde, subordinándolo a los intereses de quienes quieren detentar el poder y de quienes son lo suficientemente inescrupulosos para aprovechar la circunstancia y ganar algo que de otro modo no hubieran conseguido.
Otro ejemplo conocido: el nombramiento de amigos y fieles para los cargos públicos: el costo del salario naturalmente es el mismo para un fiel inútil que para un idóneo funcionario. El precio se paga en la incapacidad del Estado en cumplir con sus objetivos, tanto por desviación consciente del deber como por la incapacidad, aun inocente, del beneficiario espurio del cargo.
El efecto de la corrupción, así considerado, es simplemente infinito y devastador, inconmensurable en términos simplemente económicos, es el deslizarse hacia la muerte. Y lo es por dos motivos fundamentales. El primero, porque orienta la acción estatal en direcciones distintas de las que debe tener el Estado, por lo que éste se torna simplemente ineficaz para cumplir con los fines que está obligado a cumplir.
En segundo lugar, algo tal vez peor aún: el Estado se convierte, educativamente, en un factor de corrupción de la sociedad, al forzar y estimular conductas socialmente dañinas y moralmente destructivas en aquellos que mantienen alguna forma de relación con él.
El «hacéte amigo del juez…» es la esencia del mensaje educativo que este Estado, corrompido hasta la médula, imparte cotidianamente a la sociedad y, envolviéndola en esa madeja perversa de intereses y complicidades, estimula al cumplimiento de fines por medios socialmente indeseables y destructores de la confianza sobre la cual necesariamente debe instalarse una sociedad que pretenda crecer y progresar en todos los campos.
¿Cuál es el costo social de saber que no existe verdadera justicia, de no confiar en las instituciones, de vivir sin leyes o sometidos a su interpretación caprichosa e interesada, de que en buena medida nuestro destino dependa de la arbitrariedad del dirigente de turno, de, en resumen, vivir sin reglas de juego claras y confiables?. He aquí, me parece, la verdadera pregunta.
En todo esto, también puede verse un efecto económico, aunque de otro tipo, mucho más grave que el de lo que se roba o desvía: la simple comprensión, que todos tenemos en esta sociedad, de que es más efectivo para el progreso económico individual el estrecho contacto con el Estado que el trabajo continuo, inteligente y esforzado, único generador auténtico de riquezas colectivas, muestra con toda transparencia los efectos económicos negativos, a largo plazo y para el conjunto. Por este motivo, creer que una economía puede crecer y ser pujante en el contexto de la corrupción generalizada, por la simple aplicación del plan económico «correcto» es simplemente una ilusión, ilusión que mantienen férreamente todos los que de un modo u otro se benefician con este estado de cosas, aun al precio suicida de estar jugando con el futuro de la sociedad.
Hace unos días, en un programa periodístico en el que se debatía la cuestión del gasto público en la provincia del Neuquén, el periodista que lo conducía formuló casi sobre el final del programa, una muy interesante pregunta: ¿cuál es el costo económico de la corrupción?
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $2600 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios