El carisma del caudillo

Por James Neilson

Si bien parecería que menos de la mitad de la población se siente demasiado impresionada por el desempeño del gobierno nacional, no cabe duda alguna de que el presidente Néstor Kirchner sigue siendo el político más admirado del país por un margen muy amplio. Como ha ocurrido con cierta frecuencia tanto aquí como en otras latitudes, la mayoría propende a achacar los errores y fracasos oficiales no al jefe, sino a sus colaboradores. Incluso los que entienden muy bien que pensar así no es exactamente racional, se permiten llevar por la convicción íntima de que si ayudan con sus plegarias a su político favorito sus posibilidades de tener éxito se verán aumentadas. Se trata de una forma de magia que se asemeja a la practicada por los simpatizantes de un equipo de fútbol, pero sucede que sin una buena dosis de irracionalidad, pocos sistemas políticos lograrían mantenerse a flote.

Por supuesto que para los deseosos de figurar como líderes opositores, clérigos severos como el arzobispo de Buenos Aires Jorge Bergoglio y los que quisieran dejar atrás cuanto antes la etapa de los gestos contundentes para iniciar la de las reformas concretas, dicha realidad es sumamente desalentadora, pero ya que la alternativa al presidencialismo exagerado que se ve reflejado por el protagonismo del santacruceño podría ser el caos, es comprensible que la mayoría haya apostado a su buena estrella.

En los países que son juzgados avanzados, las instituciones suelen importar un tanto más que las personas, aunque sería un error subestimar la influencia sobre los acontecimientos que podría tener un dirigente realmente excepcional. En la mayoría de los países, entre ellos la Argentina, en cambio, el «carisma» del mandamás de turno es fundamental. Aunque el don así denominado es en buena medida un producto de la imaginación colectiva, a menos que el presidente la posea en cantidades suficientes, no le será dado gobernar mucho tiempo. Raúl Alfonsín la tuvo por varios años. También fue «carismático» Carlos Menem por más de un lustro. Sin embargo, pese a los esfuerzos denodados de los fabricantes de imagen que fueron contratados por su hijo, Fernando de la Rúa no fue del todo carismático, de suerte que fue previsible que andando el tiempo terminara abandonado a su suerte por sus correligionarios. Tampoco, aunque no lo supiera, fue carismático Adolfo Rodríguez Saá, mientras que Eduardo Duhalde reconoció que la gente nunca llegaría a amarlo y que por lo tanto le convendría dedicarse a digitar la sucesión.

¿Tiene Kirchner carisma? Parecería que sí, aunque sólo fuera porque la ciudadanía ha querido creer que lo tiene. En otras circunstancias, sería un dirigente del montón, como fue antes de que Duhalde perdiera confianza en las posibilidades de Juan Manuel de la Sota, pero felizmente para él sus particularidades han resultado ser las indicadas para los tiempos que corren. Ha sido gracias a su voluntad de erigirse en el vocero máximo del rencor popular y flagelo de los presuntos responsables del estado del país que se ha ubicado en el primer lugar en las encuestas de opinión con un índice de aprobación dos o tres veces más alto que el alcanzado por sus rivales. Ya que la gente está enojada, le encanta que el presidente lo esté también. Puede que la actitud así expresada sea más apropiada para un líder opositor que para el presidente de un país que está sumido en una crisis profunda por haberse atrasado con relación a otros que hasta hace poco eran más pobres, pero ya que hoy en día casi todos los argentinos militan en la oposición a un orden planetario imperante que no los ha privilegiado, encuentran en Kirchner un representante cabal.

En la Argentina actual los políticos se ven constreñidos a optar entre la popularidad por un lado y cierta dosis de realismo por el otro. O sea, entre el populismo cohonestado por los votos y un esfuerzo por gobernar pensando en el futuro, aun cuando a la mayoría le gustara mucho más una fiesta demagógica. Antes del colapso de fines del 2001, había motivos para creer que estaba reduciéndose con rapidez la brecha que separaba a lo que los más querían de sus dirigentes y lo que éstos harían si realmente estuvieran resueltos a mejorar las perspectivas frente a sus compatriotas, pero a partir de aquella catástrofe ha estado ampliándose.

Se trata del clásico dilema latinoamericano. Resolverlo no es sencillo en absoluto. Puesto que Kirchner depende tanto de su popularidad personal, no le convendría para nada correr riesgos impulsando reformas antipáticas. Sin embargo, a menos que lo haga, no podrá llevar a cabo los cambios que serían necesarios para que el país por fin salga del tobogán de la decadencia por la que ha estado descendiendo desde hace más de medio siglo. En un país de instituciones fuertes, un presidente podría darse el lujo de sacrificar una parte de su popularidad en aras del futuro, porque confiaría en que sus partidarios no lo abandonarían enseguida. Si Kirchner intentara hacerlo, las consecuencias serían con toda probabilidad luctuosas tanto para el gobierno que encabeza como para el país en su conjunto.

Es factible que la mayoría respete tanto a Kirchner que reaccionaría con entusiasmo ante una eventual decisión presidencial de poner en marcha un programa modernizador que sería repudiado con indignación por los sindicalistas, muchos empleados públicos y empresarios de mentalidad corporativa y proteccionista, pero en vista de que hasta ahora el presidente ha insistido en que sólo a un neoliberal sin principios se le ocurriría pensar en uno, la posibilidad de que elija probar suerte en tal sentido es virtualmente nula.

¿Cree Kirchner en su propia retórica? Es posible, pero aunque le gusta mucho aludir a sus «convicciones» es de suponer férreas, en el exterior por lo menos son muchos los que todavía se preguntan si en el fondo es un populista afín al venezolano Hugo Chávez, un pragmático o un político maquiavélico, comparable con Arturo Frondizi, que está comprometido con el «capitalismo moderno» y que luego de adormecer a la izquierda local procederá a hacer de la Argentina un buen lugar en qué hacer negocios.

Dudas similares acerca de las convicciones genuinas de Carlos Menem -¿era un converso sincero al «neoliberalismo» o lo había adoptado por motivos meramente prácticos?- lo acompañaron durante toda su gestión. Ambos caudillos han contestado los interrogantes en torno de sus creencias reales afirmándose peronistas, o sea, hombres sin preferencias ideológicas definibles que se limitarían a adaptarse a las circunstancias. El desprecio soberano por los dogmas así manifestado puede justificarse desde muchos puntos de vista, pero, como Menem descubrió, constituye una desventaja fatal cuando es necesario persistir con un proyecto determinado contra viento y marea.

La obsesión apenas disimulada de Kirchner con su buena imagen pública le ha merecido muchas críticas, pero la verdad es que es tan frágil el orden político que se ha improvisado sobre los escombros dejados por la caída de De la Rúa, que de difundirse la impresión de que el presidente fuera menos popular que otro político, el país no tardaría en deslizarse hacia el precipicio. Por ahora, el carisma presidencial es el aglutinante que impide que los distintos sectores se despeguen los unos de los otros para entregarse a una lucha de todos contra todos. En el caso de que se esfumara, los que, con razón o sin ella, se creen víctimas de la vehemencia presidencial no vacilarían un instante en tratar de desquitarse. Estallaría otra interna peronista, los gobernadores provinciales se concentrarían en manejar sus propios feudos, el Poder Legislativo se movilizaría contra un Poder Ejecutivo imperial y, para rematar, por falta de señales políticas los empresarios no sabrían lo que les convendría hacer. En otras palabras, de esfumarse el carisma del santacruceño, el país regresaría a los días agitados y muy confusos que siguieron al derrocamiento de De la Rúa.


Si bien parecería que menos de la mitad de la población se siente demasiado impresionada por el desempeño del gobierno nacional, no cabe duda alguna de que el presidente Néstor Kirchner sigue siendo el político más admirado del país por un margen muy amplio. Como ha ocurrido con cierta frecuencia tanto aquí como en otras latitudes, la mayoría propende a achacar los errores y fracasos oficiales no al jefe, sino a sus colaboradores. Incluso los que entienden muy bien que pensar así no es exactamente racional, se permiten llevar por la convicción íntima de que si ayudan con sus plegarias a su político favorito sus posibilidades de tener éxito se verán aumentadas. Se trata de una forma de magia que se asemeja a la practicada por los simpatizantes de un equipo de fútbol, pero sucede que sin una buena dosis de irracionalidad, pocos sistemas políticos lograrían mantenerse a flote.

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