Una Cumbre desperdiciada
La conclusión de la novena Cumbre de las Américas muestra que, una vez más, esta instancia de diálogo entre los países del continente quedó nuevamente en un rosario de buenas intenciones con escasas propuestas concretas de los países más poderosos para los acuciantes problemas de la región. También por las divisiones y la escasa capacidad de coordinación entre los países de centro y Sudamérica, que acudieron a la cita más bien para defender sus agendas particulares que para sostener una voz en común.
La Cumbre de las Américas es el único foro multilateral que reúne a todos los jefes de Estado del continente y se presentaba como una buena ocasión para debatir el incierto escenario global, marcado primero por la pandemia y luego por la invasión rusa a Ucrania, que impactaron negativamente en las economías de todos los países, por el alza de los precios internacionales de los alimentos y fertilizantes, la caída de inversiones, el alza de la inflación, estancamiento económico y la suba de las tasas de interés internacionales que dificultan al acceso al crédito.
Pero ya desde el inicio del encuentro el eje de la discusión no pasó por la crisis económica global, el crecimiento de la pobreza y las desigualdades sociales, las migraciones o la situación sanitaria en la pospandemia sino por la exclusión de la cita de Cuba, Nicaragua y Venezuela por no cumplir los “estándares mínimos democráticos”. Mientras países como Colombia respaldaron la decisión, defendida por el anfitrión Joe Biden, otros como Argentina y Chile denunciaron las exclusiones en el encuentro. La ausencia de México, Bolivia y Honduras le restó también representatividad al foro continental.
Biden llegó a Los Angeles con la intención de desterrar el escepticismo, revitalizar el liderazgo estadounidense, prometiendo “un acuerdo histórico para profundizar nuestra cooperación económica” para “un futuro sostenible, sólido y equitativo”, pero por ahora todo quedó en frases grandilocuentes, sin cifras o medidas concretas, o compromisos de magnitud de Estados Unidos para la región. Jorge Castañeda, excanciller mexicano lo resumió así: “Esta ambiciosa agenda, nadie sabe exactamente de qué se trata, más allá de una serie de trivialidades”.
Quizás el único ámbito concreto donde la cumbre logró avances fue en el migratorio, donde Estados Unidos prometió ampliar hasta 20.000 su cuota de refugiados de las Américas para 2023 y 2024, con especial prioridad a los procedentes de Haití, mientras que los demás países se comprometieron a facilitar vías legales para recibir a inmigrantes, como México, Costa Rica y Ecuador. Hubo promesas de ayuda económica directa por 314 millones de dólares e inversiones privadas por us$ 3.2000 millones a las comunidades centroamericanas afectadas y medidas para una gestión más humanitaria de las fronteras.
La intervención del presidente Alberto Fernández volvió a mostrar el carácter ambivalente y zigzagueante de su política exterior. Peor aún, su discurso, ha defendido a violadores flagrantes de los derechos humanos. Nada ha dicho de ciudadanos víctimas de torturas, represión, asesinatos y desapariciones forzadas.
Mientras en los meses previos a la cumbre hubo un marcado acercamiento hacia Washington, especialmente tras el acuerdo con el FMI, la retórica de Fernández en Los Angeles fue particularmente agria con los Estados Unidos. Más allá de que se descontaba que mostrara malestar por los “vetos” a varios países, sorprendió la estridencia y la sobreactuación del reclamo, que se extendió incluso a pedir la renuncia del titular de la OEA, Luis Almagro.
Su colega chileno Gabriel Boric también lamentó las “ausencias”, pero matizó señalando que le hubiera gustado discutir de frente con los gobernantes de esos países la situación de los “presos políticos” en Nicaragua y el hecho de que en Cuba “hay presos por pensar distinto y eso es inaceptable” ya que la defensa de los derechos humanos “no tiene orilla política”.
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