La inflación más cruel

Esta semana se cumplió un año desde que, en medio de la conmoción global por la invasión rusa a Ucrania, el presidente Alberto Fernández se apropiara del lenguaje bélico y lo aplicara a la economía. “Este viernes (18 de marzo de 2022) va a empezar la guerra, la guerra contra la inflación en la Argentina. Vamos a terminar con los especuladores y a poner las cosas en orden”, prometió. El jueves, una lacónica vocera admitió que los resultados son “malísimos” y lejos de lo esperado.

Lo peor es que la escalada de precios de los últimos meses afecta de manera más brutal a los sectores más vulnerables de la población, sin que buena parte de la dirigencia política, distraída en los fuegos de artificio de una campaña ya lanzada, pareciera dispuesta a resolver el tema, más allá de las compungidas frases de ocasión.

La inflación interanual de febrero superó por primera vez en 32 años los tres dígitos, 102,5%. Como si el dato no fuera lo suficiente malo, el precio de los alimentos supera la dinámica general: la evolución de la canasta básica y alimenticia están en 111, 3% y 115,1%, indicando que los más pobres, que destinan la mayor parte de sus ingresos al consumo de bienes básicos, sufren de peor manera que quienes tienen mayor poder adquisitivo. El efecto de arrastre de febrero complicará aún más este mes, que ya es históricamente problemático por los reajustes de tarifas, inicio del año escolar y paritarias salariales que inciden en los precios. La meta del ministro de Economía Sergio Massa de llegar a abril-mayo con valores cercanos al 3% se pulveriza.

Así, no es de sorprender que los académicos vaticinen un empeoramiento de los indicadores sociales: un estudio de la Universidad Torcuato Di Tella proyecta una tasa de pobreza de 42,2% para el semestre septiembre 2022-febrero 2023 y de 45,1% para este arranque del año.

Más allá de los criterios econométricos, el Fondo de Naciones Unidas para la infancia (Unicef) alertó en estos días que dos de cada tres chicos argentinos (un 66%) son pobres, no solo por los bajos ingresos en sus familias sino por estar privados de derechos básicos como educación, salud, al agua potable, a una vivienda digna o a un hábitat seguro. Un dato clave del estudio, basado en cifras del Indec, es que 9 de cada 10 de estos niños viven en hogares donde su mamá o papá trabajan, aunque la mayoría de ellos lo hacen en la informalidad y/o en empleos de bajos salarios, que no les permiten llegar a los 177.063 pesos que una familia necesita hoy para no ser pobre. A esto se suma que viven en barrios sin red de electricidad, agua o cloacas, en viviendas precarias, en zonas inundables o cerca de un basural. No van al centro de salud o a la escuela con regularidad. El encarecimiento de los alimentos lleva a que salteen comidas o consuman productos poco nutritivos. Se vuelven más proclives a la obesidad y a enfermedades como la diabetes.

Una década de bajo crecimiento y alta inflación ha consolidado indicadores negativos: la pobreza infantil no baja del 50% desde hace 5 años, sumando generaciones en pobreza estructural. Mientras académicos y organizaciones alertan sobre indicadores estremecedores, la clase política está lejos de aportar soluciones. Tanto en el oficialismo como en la oposición, las peleas internas por candidaturas y el cálculo de corto plazo paraliza gestiones y dificulta acuerdos mínimos para frenar al menos la escalada de precios. Se instala un clima de resignación que da por sentado que será próximo gobierno quien enfrente el problema, cuando restan seis largos meses para la votación.

Sin dudas, arreglar el desastre social generado por la combinación de problemas estructurales, un contexto internacional adverso y malas gestiones acumuladas llevará más de un gobierno. La experiencia de otros países indica que cualquier plan para estabilizar la economía, bajar la inflación y la pobreza, mejorar la situación de la infancia y colocar al empleo de calidad y la educación como eje de las políticas públicas requiere de consensos políticos, propuestas realistas y una autoridad política creíble, un desafío que parece hoy gigante en un país agrietado y abonado al cortoplacismo.


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