La costumbre del blanqueo

En la era digital, que suele ser indulgente con la pereza intelectual, cualquiera que busque “blanqueo de capitales” encontrará en internet que refiere a un hecho delictivo. Es decir que se trata de dinero cuyo origen no se revela por ser ilícito y donde el autor actúa con dolo, lo que significa que tiene pleno conocimiento de actuar fuera de la ley y de todos modos lo lleva adelante. Pese a la incomodidad que genera la situación, por más que lo impulse un Gobierno, lo que se hace es tan específico que no puede recibir otro nombre que el de blanqueo.

El Senado comenzó a tratar la semana reciente las leyes aprobadas en Diputados como la Ley Bases y el paquete fiscal, que incluye un blanqueo de capitales. Uno más. Como apuntó el senador por la UCR Martín Lousteau, en Argentina cada cinco años hay un blanqueo.

La ironía del legislador confirma una suerte de regla implícita en nuestro país: desde el regreso de la democracia todos los gobiernos, excepto el de Néstor Kirchner que gozó superávits gemelos, tuvo un blanqueo de capitales. Los motivos siempre son los mismos y apuntan a mejorar la recaudación, reingresando dinero que estaba fuera del circuito legal. También en todos los casos contaron con el aval del Congreso.

El blanqueo que propone el gobierno de Javier Milei plantea que se pueden ingresar hasta 100 mil dólares sin pagar ningún arancel. La cifra, claro está, parece estar a una distancia sideral de cualquier ahorro que tenga un vecino abajo del colchón. Como pasó siempre, los grandes beneficiarios de estos planes son las personas físicas con mayor capacidad de generar ingresos.
Según los análisis que viene poniendo en discusión la oposición en el Congreso, el nuevo proyecto sería uno de los blanqueos más amplios y permisivos de las últimas décadas. Al igual que lo que pasó con el implementado durante la gestión del expresidente Mauricio Macri, no inhabilita a los familiares de los actuales funcionarios.

Las restricciones, por ahora y que se buscan ampliar en el debate legislativo, llegan a funcionarios y exfuncionarios de hasta cinco años hacia atrás.
Pero, como también se señaló en el debate legislativo, no hay intenciones de extenderlo para la función pública a más años, como señal de blindar estos mecanismos a fondos provenientes de la corrupción política, o a empresarios que se beneficiaron de regímenes impositivos nacionales y luego sacaron sus fortunas del país para encontrar una tributación más baja.

Más allá de cómo se termine implementando, que el blanqueo de capitales sea una política no de excepción sino casi inherente a cada administración nacional va en contra de lo que busca alentar: quién no tratará de evadir impuestos si está seguro que en la próxima administración puede ser premiado reingresando el dinero que no tributó y sin penalidades.

Esta suerte de calesita, en la que siempre existe la posibilidad de que ingresen fondos provenientes de delitos mayores como el tráfico de drogas, armas y hasta personas (algo que está penado por la Ley Lavado de Activos y el Financiamiento del Terrorismo) nunca termina de discutir la real defraudación que implica para la gran mayoría de los 47 millones de argentinos que no tiene estos beneficios.
Los jubilados que, independientemente de cualquier gestión vienen siendo el sector social más castigado, por ejemplo, no tienen opción de no pagar sus impuestos. A tal punto que hoy se discuten las jubilaciones por moratoria, cuyos años de aportes se descuentan de las adelgazadas jubilaciones mínimas a las que alcanzan después de una vida de trabajo.

La lista de sectores que no solo no tienen acceso a un blanqueo sino que, además, son el objetivo de recortes de algunos gobiernos puede extenderse ampliamente. Son los sectores que tienen voto, pero cuyos representantes parecen no comprender la delegación a la que accedieron o, en el mejor de los casos, solo toman en representación parcialmente los intereses demandados.


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