Impunidad que daña

El continuo robos de cables que sufren compañías de electricidad, telefónicas, servicios de cable e internet genera pérdidas económicas y enormes trastornos a miles de vecinos, que sufren cortes de servicios esenciales sin que las autoridades articulen una respuesta eficaz ante un delito con niveles alarmantes de impunidad, que alientan a los delincuentes.

Esta semana vecinos de Allen y de zona de chacras hasta Guerrico estuvieron más de un día sin electricidad por el robo de 200 metros de cables de media tensión en un sector urbano, el tercer robo de este tipo en los primeros 15 días del año. En Roca, las telefónicas demoran hasta meses en restablecer conexiones porque, señalan, no alcanzan a reponerse de un robo cuando ya sufren otro, con lo que la lacónica respuesta que reciben quienes se han quedado sin servicio es que “volverá en los próximos días o semanas” y en el mejor de los casos no se les facturará el tiempo sin servicio. Un informe sobre la nena que murió por tocar un cerco electrificado en Guerrico señala que la situación fue creada por un arreglo deficiente hecho por la compañía eléctrica tras la caída de postes provocada por el robo de cables. Aquí se conjugaron el delito con la negligencia empresaria para resolver la situación.

Este tipo de delito se hizo frecuente en la pandemia. La revalorización en el precio de metales como el bronce y el cobre alientan a grupos organizados que se dedican a reducir y fundir metales, buena parte de los cuales terminan incluso exportándose, con ganancias en dólares. El abastecimiento de la “materia prima” corresponde a menudo a cuentapropistas que con escasos medios y torpeza arrancan líneas eléctricas, cables coaxiles o de fibra óptica, con riesgo para sus vidas.

Aunque a muchos les parezcan hechos menores ante otras situaciones graves de inseguridad que se viven a diario, el incesante robo de cables, que sólo en los últimos meses de 2021 implicó la pérdida de más de 15 km de tendido, produce enormes trastornos a la economía y la vida cotidiana de las personas, mientras la torpe respuesta por parte de las agencias del Estado no parece sino alentar a que siga ocurriendo.

Según admitieron fuentes judiciales y de seguridad a este diario hace menos de dos meses, el 95% de estos hechos jamás se esclarecen, y los escasos ladrones que son sorprendidos “in fraganti” reciben penas menores. Las respuestas de la Justicia, tanto provincial como federal, se remiten a excusas: son delitos menores, la mayoría de los “robacables” son delincuentes ocasionales por una cuestión de subsistencia, hay problemas jurisdiccionales (si corresponde actuar a la Justicia provincial o federal) o que los robos ocurren en la periferia de las ciudades o en zonas rural de difícil patrullaje.

Quienes se dedican a la investigación criminal hace tiempo que concluyen que el aumento o agravamiento de las penas y castigos no necesariamente disminuyen la criminalidad. Quien comete un delito no está pensando en las consecuencias del mismo y a menudo desconoce, o conoce muy vagamente, las normas legales con exactitud.

Sin embargo, en todos los casos la posibilidad de salir impune es la que mayor tranquilidad otorga para seguir al margen de la ley. Si quien comete este tipo de acciones tiene menos del 5% de posibilidades de afrontar las consecuencias, es claro que hay incentivos para que estos delitos se perpetúen y agraven.

A estas alturas, se sabe que los robos los cometen cientos de improvisados, y a los materiales los compra una decena de chatarrerías que operan como comercios legales y los funde (o envían fundir) una mínima cantidad de talleres con capacidad de separar metales específicos y enviarlos al circuito exportador. Concentrarse en controlar y perseguir eficazmente la parte fina del embudo criminal pareciera ser lo más inteligente y racional de una política de seguridad, cualidades que parecen no abundar en ciertos organismos de la región, por no mencionar la chance de abierta complicidad.


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