Cambio de época
No es la primera vez que Argentina atraviesa un giro brusco en su historia política. El ciclo entre el libre mercado y el estatismo se ha repetido con distintos protagonistas a lo largo de las últimas décadas. Sin embargo, pocas veces el quiebre fue tan explícito y tan disruptivo como el que encarna el gobierno de Javier Milei. Lo que está en juego no es sólo un modelo económico, sino una redefinición del vínculo entre el Estado, la política y la sociedad. Un cambio de época, en todas las líneas.

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También la reacción de la ciudadanía suele ser cíclica hasta que, cada tanto, implosiona y se expresa más allá de la participación a través del voto. Paradójicamente los síntomas comienzan en las urnas, pero no con una elección motivada por la expectativa sino financiada por la frustración y el hartazgo de la insensibilidad de la política, encarnada por los políticos de carne y hueso que cada uno conoce y se cruza en su barrio o ciudad.
No todos los cambios llegan con estruendo. A veces, el verdadero movimiento ocurre en el silencio que sigue a un sacudón. Lo que parecía inamovible empieza a ceder, lo que se daba por sentado ya no
encaja. Y lo nuevo no termina de nacer, pero ya se hace sentir.
El primer turno electoral del país tuvo lugar en la poderosa provincia de Santa Fe, el domingo pasado. El dato saliente fue el ausentismo. En medio de un fuerte hermetismo, recién muy tarde el gobierno de Maximiliano Pullaro confirmó que solo concurrió a votar el 55 % de los empadronados, es decir, casi uno de cada dos. Fue el nivel más bajo para ese territorio desde el regreso democrático, en la década de los ochenta.
Las alertas se encendieron para toda la política o, por lo menos, para los que suelen tomar nota: el rechazo a los políticos comienza faltando a las urnas.
Argentina atraviesa uno de esos momentos. El gobierno de Milei no es sólo una anomalía
dentro del sistema: es un síntoma de su agotamiento y, al mismo tiempo, una propuesta de reemplazo. Las formas tradicionales de hacer política, de construir poder y de articular lo público están siendo
desafiadas con una crudeza inusitada. El “cambio de época” no es un eslogan: es un fenómeno en desarrollo.
En las conversaciones de café, en los despachos, en los pasillos donde se toman decisiones y también donde se piensan los relatos no pueden evitar reconocer que el murmullo cambió. Porque cuando cambian los actores, cambian también las formas de contar lo que ocurre. Y es ahí, entre líneas, a veces con un registro casi imperceptible, donde se juegan también otras transiciones. Más silenciosas,
tal vez, pero no por eso menos profundas.
En ese temblor, las provincias no son solo espectadoras. Como pasó en Santa Fe, desde Río Negro y
Neuquén, con sus propias trayectorias políticas, deberán mirar con atención porque sus identidades, marcadas por el territorio, también están sintiendo el corrimiento de placas. Viejos equilibrios se
tensan, los márgenes de maniobra se angostan, y la idea misma de lo que significa gobernar un distrito empieza a reformularse.
Ya no alcanza con administrar. Tampoco con resistir. Hace falta interpretar lo que está pasando y atreverse a pensar lo que viene. Porque en los bordes del país, donde muchas veces la historia se contó en voz baja, también se están abriendo preguntas nuevas. Sobre el poder, sobre el futuro, y sobre el lugar que cada actor -y esto atraviesa no solo a la política partidaria- quiere y puede ocupar en ese mapa en
transformación.
Lo que se pone en juego, con la apertura del calendario electoral, no es sólo la discusión por un nuevo reparto de recursos o un reacomodamiento de nombres. Es una reconfiguración del sistema político en su conjunto. Con reglas que ya no responden a los manuales conocidos, con liderazgos que se construyen más en las redes que en los partidos, y con una ciudadanía que no busca representación, sino respuestas. Y las quiere ya.
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