Doña Eloina, de Huinganco: risas, tristeza, abandono
Postales de Huinganco, de la mina que hasta hace muy poco era un museo y hoy luce barrido por el tiempo, el viento, la desidia; y de una habitante que cuenta junto a su historia la de una familia, la de un lugar y la de sus habitantes.
Adentro del bosque que está contiguo al prado verde en el que está anclado, desde hace millones de cosas, aquel ranchito… Bueno, ahí, adentro de ese bosque, está la casa en la que vive Doña Eloina. Se pone feliz de vernos llegar y se ríe a carcajadas como hace tiempo no veo reír a alguien. Contagia. Y entramos a su casa como a su vida.
“Les sirvo un refresco”. Se sienta. Apoya el cachete izquierdo sobre el puño de su mano izquierda y cierra los ojos.
Evoca y con las uñas de su mano derecha golpea a la mesa para llamar a las animas de sus memorias y pone en marcha el trapiche del que pule las pepitas de oro de la historia de su vida… y la vida empieza a rodar y nace con la caída de Yrigoyen por, entre otras cosas, osar nacionalizar el petróleo y, cuando la provincia que hoy tiene a Eloina como si fuese una institución, no existía y era solo un olvidado territorio nacional…
Se acuerda…
“…nací allí, por esa cuesta, un poquito más arriba hay un cerrito… ¿lo vieron…? Ahí abajito había una quinta. Ahí nací hace 91 años. Pero hubo algunos problemas con mi madre verdadera y me dieron a mi abuelito que se llamaba Quezada y vivía ahí arribita. Cuando murió mi abuelita, mi abuelo se casó y su nueva mujer me devolvió a mis padres cuando apenas tenía 10 años y me las arreglé como pude. Trabajé en casas de familia y mi tía Clorinda fue la única que me enseñó a defenderme de los hombres que se querían abusar, gracias a ella me pude defender. Los señoritos eran atrevidos. Había mucha pobreza.
A los 18 años me casé y un tiempo después nos compramos este terreno. Mis padres se fueron a trabajar al valle, a la cosecha de frutas y se quedaron por allá. Mi marido tenía animales y trabajaba de trapichero en esa mina de oro, hoy abandonada, que está allá arriba y yo hacía quinta. Un día vino el Ingeniero Salvatori y nos ofreció las dos casitas de los alemanes que habían fallecido, pero no las quisimos, ya teníamos la nuestra y, entonces, le entregó todo al municipio. Tuvimos 4 hijos, me queda uno solo, al último se lo llevó el Covid hace poco…” y llora con profunda y sentida tristeza que contrasta con la felicidad y la alegría con la que contaba su historia y parte de la que hoy también es de Huinganco. “Hoy estuve pensando todo el día en él y he llorado”. Y se vuelve a reír (porque aprendió a levantarse) y nos muestra las medias de lana merino que teje para vender.
“A veces me quedo tejiendo a la noche. Vivo de mi jubilación de mi trabajo en la fábrica de dulce del pueblo”, y termina de tejer la historia de ese galpón que está ahí arriba, con trapiches que montaron después de la 1° Guerra Mundial dos aventureros alemanes que vinieron en busca de oro y les daban trabajo a algunas personas de aquí y que, en su momento, hasta no hace mucho, fue un museo con parte de la historia de Huinganco hoy abandonado a la dejadez de la suerte, del viento que se ha llevado algunas chapas del techo por el que entra el sol, la lluvia, la tierra y la nieve y, de a poco, va tristemente desapareciendo. No se sabe qué están esperando para hacer algo con lo que queda antes de que no quede nada.”
Aún pese a tanto, Eloina sonríe de alegría y a carcajadas ¡Hay que verla…! y se para esbelta para la foto en la puerta de su universo.
Tal vez no fue que la vida le regaló nada, al contrario, fue ella la que, pese a tanto, le puso el pecho a todo lo que la suerte le deparó para estar hoy así de contenta.
Ricardo A. Kleine Samson
(textos y fotos)
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