De La Pampa al Alto Valle: la historia de don Carlos, un gaucho de ley
Se crió en el sur pampeano, donde desde chico fue peón rural. Se vino hace más de 10 años a Río Negro y desde una isla de Cervantes, entre vacas y alfalfa, cuenta su amor por la tierra, los animales y la vida al lado del río.
Ahí va don Carlos, avanza a paso firme acompañado por sus dos fieles laderos que ladran y mueven la cola a soltar las vacas que irán a pastar al campo como en aquellos viejos tiempos en los que a nadie se le hubiera ocurrido engordarlas en un corral al sur de La Pampa, donde se crió. Es una mañana otoñal de sol pleno que se filtra entre los álamos, los olivillos y los sauces cerca de la costa de un brazo del río Negro, en la isla ubicada a seis kilómetros de Cervantes en el corazón del Alto Valle. Ahí va, de botas, pañuelo al cuello, campera y el sombrero, la señal que esperan los perros para saber que saldrán de recorrida. “Cuando me lo pongo ya se dan cuenta que vamos a trabajar. Entienden todo. Les digo a la punta y van. Les digo atrás y van. Les digo den la vuelta y van. Saben lo que tienen que hacer. Son bien gauchos, unos compañeros impresionantes”, dice contento, la mirada a los ojos, la risa franca.
Anoche, como siempre, armó el plan de lo que haría después del amanecer. “Me gusta pensar qué voy a hacer al día siguiente fogoneando. Tomo unos mates y repaso qué hice, qué falta, si me olvidé algo, si hay que comprar algo, llamar al veterinario o avisarle algo al patrón. Me acostumbré así y eso me ordena”, cuenta mientras se apoya en la tranquera y se escucha el rumor del viento y el canto de los pájaros.
Hoy lo esperan unas alambradas para arreglar, unas vacunas antiparasitarias que poner, el riego de las plantaciones de almendra, pasar por los cuadros de alfalfa, armar los rollos, recolectar leña.Y di hay tiempo, ir al pueblo a buscar provisiones en su Fiat Duna 95 que compró hace 10 años, única mano, con cubiertas nuevas y aire. “Tiene hasta eso”, dice.
Después será el momento de saludar a los vecinos chacareros entre los perales y manzanos y a los del aserradero, preguntar si necesitan algo como hacen ellos cuando van al pueblo. Y a la nochecita, volver a encerrar a las vacas, chequear que no haya ningún candado roto en las tranqueras y después activar los sensores y las alarmas conectadas con la policía. “Ayudaron mucho a bajar los robos. Estaba muy bravo. La habilidad que tienen para cruzar el río rápido con una vaca. Ahora aflojaron”, describe, aunque si hace falta algún tiro al aire a la antigua, no le tiembla el pulso, siempre con cuidado.
Tiene la responsabilidad de estar a cargo de estas 80 hectáreas, para eso lo contrató el patrón. “A él le gusta saber que cuando no está yo me ocupo bien de las cosas. Y le gusta también que yo esté bien, me hace sentir de la familia. Es lindo eso. Y a mi me gusta responderle. Tengo todas las comodidades como si estuviera en el pueblo: una linda casita, agua caliente, luz eléctrica, gas por garrafa, señal y televisión”, cuenta. ¿Y qué mira? Raro que sintonice noticias o fútbol en la pantalla, prefiere los programas de campo, sobre todo los de jineteadas de los sábados.
“Es que me apasiona andar a caballo desde chico, como mis a ocho hermanos. Somos jinetes de raza como mis primos por el lado materno de la familia. Disfruto mucho cuando voy a competir a las jineteadas y he ganado premios como botas y frazadas, pero ahora no puedo porque se suspendieron por la pandemia. Ya volverán. Es como un deporte para nosotros, el nuestro”, dice y se le ilumina la mirada.
Don Carlos Lubones tiene 53 años y aprendió los secretos del oficio en Chacharramendi, a 202 kilómetros al suroeste de la capital de La Pampa, Santa Rosa, tierra de estancias y una legendaria pulpería con troneras donde se disimulaban los Whinchester por si a bandidos como el temible Bairoletto se les ocurría darse una vuelta.
En ese territorio de llanos y gauchos donde lo único que sobraba eran las ganas de trabajar, a los 9 años empezó a cursar el primer grado en la Escuela Hogar. Llegó hasta tercero a los 11 y aun recuerda con orgullo los elogios de la señorita Chola el año que su olmo fue elegido como la mejor planta. Pero no siguió. “Ya éramos grandes, me tiraban los caballos”, recuerda. “Si no querés estudiar vas a tener que laburar”, le dijo el padre.
“Nuestra vida era el campo. Papá tenía uno y era todo travesía, los pueblos estaban lejos. General Acha, el más grande, como a 32 leguas (unos 154 kilómetros). Era una zona humilde, con pocos vecinos”, describe. A los 14 ya era parquero y enseguida aprendió a manejar el tractor. “Después me sacaron a acarrear semillas con el resto de la peonada. Me contrataban por día, me tenían confianza”, relata.
Lo que siguió fue una estancia en Remecó, 180 km al sureste de la capital pampeana.“Amansaba caballos y me tomaron mensual. Estuve muchos años ahí. Es un trabajo que se hace con paciencia, pero igual le digo una cosa, el que va a salir rebelde sale rebelde, esa es la pura verdad”, dice.
Según el censo del 2001, Chacharramendi tenía 228 habitantes por entonces. Y de acuerdo con el del 2010, dos menos: 226. Él fue uno de los que se fue, contratado para trabajar en el Valle Azul de Chichinales. Después de cuatro años volvió a La Pampa, hasta que lo fueron a buscar otra vez para que se viniera a Cervantes.
Ya hace más de 10 años que anda por acá y es el fana número uno de la belleza de las chacras y las bardas del Alto Valle, sobre todo en su momento preferido del día, el amanecer. Cuando regresa a sus pagos extraña el río, pero si pasa mucho tiempo sin ir se pone mal.
“Somos muy familieros, nos criamos todos juntos, una vida sana. No sé lo que es una comisaría, una citación, una conducta mala, no tengo peleas. Y mis hermanos tampoco. Me gusta ir a visitarlos, pero por la pandemia hace mucho que no voy. Cuando pueda voy a ir en el Duna”, dice.
¿Y qué pasa con los asuntos del corazón? “Tuve novias, pero ahora estoy soltero y sin apuro”, responde y se ríe. “Estuve juntado mucho tiempo con una chica, pero nos separamos por esas cosas de la vida. Quedó una buena amistad. Ella tiene un hijo que para mi es un hijo del corazón. Siempre me viene a visitar o lo voy a buscar”, cuenta.
Suele ir a dar una vuelta por la costa en su caballo criollo, Regalito. Le gusta ver cómo corre el río, observar a las garzas, los patos, las gallaretas y el sonido inconfundible cuando remontan vuelo. En la isla hay jabalíes, gatos monteses, liebres, pero no se caza. “Al patrón no le gusta que maten animales. A veces hasta compra pajaritos enjaulados para soltarlos acá”, cuenta.
Su momento favorito del año es la primavera. Y en el verano a las seis ya está arriba, para aprovechar la fresca. En enero, para cosechar la almendra se cubre del sol con buzo y campera como los peones rurales de la manzana y la pera. Y siempre que puede, cuando clarea se acerca a la costa.
“No hay nada más lindo que el amanecer en el río Negro”, dice y acaricia a los perros que se paran de un salto porque se vuelve a poner el sombrero: es hora de volver a trabajar, como toda la vida.
Para ver más fotos de don Carlos: https://www.instagram.com/p/COVb5hgrmNL/
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