Dilemas del progresismo
A primera vista, la coalición Frente Amplio-Unen, conformada por radicales, izquierdistas y progresistas sueltos, constituye una opción muy atractiva, ya que según las encuestas de opinión buena parte de la ciudadanía comparte las actitudes de al menos algunos integrantes pero, para sorpresa de nadie, ya corre peligro de fragmentarse a causa de la reyerta entre Elisa Carrió, que está a favor de una alianza con Mauricio Macri, y Fernando “Pino” Solanas, que no quiere tener nada que ver con lo que llama “la derecha”. Para algunos las dificultades así supuestas serán motivo de alivio ya que, aun cuando la gente del FAU lograra superar sus diferencias internas, no le sería fácil modificar mucho el panorama político actual en que dos peronistas, Daniel Scioli y Sergio Massa, miran con cierta preocupación el avance constante de Macri atribuible a la convicción creciente de que los principales problemas del país se deben a la larga hegemonía no sólo política sino también cultural del movimiento fundado por Juan Domingo Perón. La propensión ya tradicional de los dirigentes progresistas a perder el tiempo peleándose en torno a detalles dista de ser el mayor problema que enfrenta el FAU. Desgraciadamente para sus dirigentes, las circunstancias no son propicias para el tipo de gobierno que quisieran formar. A quienes sucedan a los kirchneristas en el poder les aguardará un país en bancarrota, con tasas de inflación y, se prevé, de desocupación sumamente altas, en el que un gobierno de centroizquierda no tendría más alternativa que aplicar medidas que sus miembros, si estuvieran en la oposición, denunciarían por antipopulares y ultraderechistas. La situación en que se hallaría un hipotético presidente Hermes Binner, Julio Cobos, Ernesto Sanz, Carrió o Solanas se asemejaría a la del desafortunado mandatario francés François Hollande, cuyo índice de aprobación se acerca al 15%. Para indignación de sus correligionarios, el socialista se ha sentido obligado por los “mercados”, y por la canciller alemana Angela Merkel, a sustituir el generoso programa que lo ayudó a ganar las elecciones presidenciales por otro estigmatizado como “neoliberal” que, a juicio de todos los economistas con la excepción de un puñado de ideólogos de la izquierda gala, sigue siendo inadecuado. Así y todo, los izquierdistas franceses cuentan con ventajas que son negadas a sus homólogos argentinos. Además del apoyo instintivo de amplios sectores de la clase media, disponen de una burocracia estatal relativamente eficiente. Aquí, en cambio, un eventual gobierno izquierdista carecería de las herramientas estatales que le serían necesarias. Si tratara de crearlas reestructurando el sector público, en seguida provocaría la resistencia desesperada de millones de personas que tienen motivos de sobra para aferrarse al statu quo, pero a menos que lo hiciera tendría que depender de una maraña de corruptos aparatos clientelistas. Se trata de un problema que los dirigentes del FAU y de otras agrupaciones parecidas están acostumbrados a pasar por alto. Parecen confiar en que su mera presencia en el poder sería más que suficiente para solucionarlo. Por desgracia, se equivocan. Si bien la mayoría parece estar a favor de más estatismo, los diversos organismos que en su conjunto conforman el Estado sencillamente no están en condiciones de cumplir sus presuntas funciones, pero tal deficiencia, lejos de persuadir a la ciudadanía de que lo más sensato sería resignarse a un orden privatista, sólo la impulsa a protestar contra “la ausencia del Estado” y reclamar un mayor grado de intervencionismo. He aquí una razón por la que la Argentina siempre está en crisis. Por cierto, no abundan las alternativas realistas frente a una sociedad en la que la reputación del sector privado es mala pero el público se destaca por la falta de idoneidad de buena parte de los funcionarios responsables de manejarlo. Puede que la opción menos mala sería la insinuada por Elisa Carrió al proponer una alianza preelectoral con el PRO de Macri por tratarse de la única fuerza no peronista que, a solas o con la colaboración de un ala progresista, parece estar en condiciones de poner fin al monopolio populista y, tal vez, despejar el camino para un futuro gobierno de la centroizquierda.
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